domingo, 10 de febrero de 2013

LITERATURA DEL SIGLO XV. Algunas curiosidades muy interesantes.

En primer lugar te muestro facsímiles de dos cancioneros generales, los que he encontrado en la web Cervantesvirtual. Te recuerdo que, en los cancioneros generales del siglo XV se publicaban composiciones poéticas de distintos géneros y de muchos poetas. Son los siguientes:

Del Cancionero, de Juan Alfonso de Baena, el facsímil de parte del prólogo y el de una cantiga (es el cancionero más importante de la primera etapa de la poesía del siglo XV, junto con el Cancionero de Stúñiga):



También, dos facsímiles de las portadas del Cancionero general, de Hernando del Castillo. Uno es un facsímil de principios del siglo XVI y, el otro, el de la edición crítica realizada por el erudito extremeño Don Antonio Rodríguez-Moñino, estudioso de los cancioneros de la poesía cortesana. Te recuerdo que este cancionero recogió las composiciones poéticas del reinado de los Reyes Católicos.




A continuación, te muestro facsímiles de cancioneros particulares. Es decir, los dedicados a un solo poeta. En primer lugar, dos manuscritos de obras del Marqués de Santillana. No creo que sean autógrafos. Deben de pertenecer a amanuenses de la época.





En segundo lugar, las portadas de los cancioneros de Juan del Encina y Diego Sánchez de Badajoz. Te recuerdo que eran dramaturgos; no obstante, como en esta época todos escribían poesía (es el género literario más importante), he podido encontrar estas dos portadas en la web mencionada.



Ahora te muestro facsímiles de la portada y de un folio de la obra titulada: Laberinto de Fortuna o las trescientas, de Juan de Mena. Es la obra principal del género alegórico-dantesco. La imagen de la portada no debe de ser de la primera edición y muestra a Juan de Mena presentando la obra al Rey Don Juan II.




Por último, la portada de la edición de Cincuenta romances que, seguramente, tampoco es la primera, sino la de una reedición de la obra.



De la prosa he encontrado pocas curiosidades. En primer lugar, te muestro la portada de La Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, una novela sentimental.


Seguidamente, la portada de Amadís de Gaula, la refundición de la famosa novela de caballerías hecha por Garci Rodríguez de Montalvo. No se trata de la primera edición, de finales del siglo XV, sino de otra edición de 1508.


Y, por último, la portada del Corbacho o Reprobación del amor mundano, del Arcipreste de Talavera, que pertenece a la prosa satírica.



Del teatro del siglo XV, te muestro en primer lugar, la portada de la égloga (así llamaba el autor a sus obras de teatro) titulda: Plácida y Victoriano, de Juan del Encina.



En segundo lugar, los versos antepuestos a las Farsas y églogas, de Lucas Fernández, el dramaturgo discípulo de Juan del Encina.


Y, por último, la portada de la Propalladia, de Torres Naharro, que es considerado el padre de nuestro teatro, por ser el primero que hace teoría teatral en el prólogo de esta obra.


Y para terminar, te presento las portadas de La Celestina, de Fernando de Rojas. Te recuerdo que la primera edición de esta obra aparece sin los prólogos y sin el título. Comienza con el prólogo al acto primero y tiene dieciséis actos. Pronto se publica con portada, prólogos, estrofas acrósticas que nos identifican a su autor, etc. con el título de Comedia de Calisto y Melibea (Burgos, 1499). En 1502, se publica  bajo el título de Tragicomedia de Calisto y Melibea, con cinco actos añadidos; es decir: pasa a tener 21 actos. Te expongo estos datos porque, a continuación, te presento las portadas de distintas ediciones: la de 16 actos y dos de 21 actos.




miércoles, 19 de diciembre de 2012

¡Adiós, Cordera! Un cuento de crítica social escrito por Leopoldo Alas "Clarín", el autor de "La Regenta", la mejor novela realista de la segunda mitad del siglo XIX








¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas “Clarín


Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.  El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de lindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

“El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan lejos!”
Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estral del lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan.

Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

* * *

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

“Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.

Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los niños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá la había llevado al xatu.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrala mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro. No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho. El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.

* * *
Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

“¡Se iba la vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. “Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”

Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, “sub specie aeternitatis”, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:

-Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.
* * *

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:

-La llevan al Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos.
-¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Cordera!

Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones...

-¡Adiós, Cordera!...
-¡Adiós, Cordera!...

* * *

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,

Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

-¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!...

“Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”

Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos...
¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

FIN

1893

Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa. Una novela morisca del Renacimiento (siglo XVI). Se trata de una versión actualizada por mí desde la edición facsímil publicada por el Instituto Cervantes de su publicación junto con la Diana, de Jorge de Montemayor.


HISTORIA DEL ABENCERRAJE
Y LA HERMOSA JARIFA


Dice el cuento, que en tiempo del infante don Fernando, que ganó a Antequera, fue un caballero que se llamó Rodrigo de Narváez, notable en virtud y hechos de armas. Este, peleando contra moros, hizo cosas de mucho esfuerzo, y particularmente en aquella empresa y guerra de Antequera hizo hechos dignos de perpetua memoria: sino que esta nuestra España tiene en tan poco el esfuerzo (por serle tan natural y ordinario) que le parece que cuanto se puede hacer es poco: no como aquellos romanos y griegos, que al hombre que se aventuraba a morir una vez en toda la vida, le hacían en sus escritos inmortal y le trasladaban a las estrellas. Hizo, pues, este caballero tanto en servicio de su ley y de su rey, que después de ganada la villa, le hizo alcaide de ella, para que, pues había sido tanta parte en ganarla, lo fuese en defenderla. Hízole también alcaide de Alora; de suerte que tenía a cargo ambas fuerzas, repartiendo el tiempo en ambas partes, y acudiendo siempre a la mayor necesidad. Lo más ordinario residía en Alora, y allí tenía cincuenta escuderos hijosdalgo, a los gajes del rey, para la defensa y seguridad de la fuerza; y este número nunca faltaba, como los inmortales del rey Darío, que en muriendo uno ponía otro en su lugar. Tenían todos ellos tanta fe y fuerza en la virtud de su capitán, que ninguna empresa se les hacía difícil; y así no dejaban de ofender a sus enemigos y defenderse de ellos, y en todas las escaramuzas que entraban salían vencedores, en lo cual ganaban honra y provecho, de que andaban siempre ricos. Pues una noche acabando de cenar, que hacía el tiempo muy sosegado, el alcaide dijo a todos ellos estas palabras:

—Paréceme, hijosdalgo, señores y hermanos míos, que ninguna cosa despierta tanto los corazones de los hombres, como el continuo ejercicio de las armas, porque con él se cobra experiencia en las propias, y se pierde miedo a las ajenas. Y de esto no hay para
qué yo traiga testigos de fuera; porque vosotros sois verdaderos testimonios. Digo esto, porque han pasado muchos días que no hemos hecho cosa que nuestros nombres acreciente, y sería yo de dar mala cuenta de mí y de mi oficio, si teniendo a cargo tan virtuosa gente y valiente compañía dejase pasar el tiempo en balde. Paréceme (si os parece), pues la claridad y seguridad de la noche nos convida, que será bien dar a entender a nuestros enemigos, que los valedores de Alora no duermen. Yo os he dicho mi voluntad, hágase lo que os pareciere.

Ellos respondieron que ordenase, que todos le seguirían. Y nombrando nueve de ellos los hizo armar: y siendo armados, salieron por una puerta falsa que la fortaleza tenía, por no ser sentidos, y porque la fortaleza quedase a buen recaudo. Y yendo por su camino adelante, hallaron otro que se dividía en dos. El alcaide les dijo:

—Ya podría ser que yendo todos por este camino se nos fuese la caza por este otro. Vosotros cinco os id por el uno, yo con estos cuatro me iré por el otro; y si acaso los unos toparen enemigos que no basten a vencer, toque uno su cuerno, y a la señal acudirán los otros en su ayuda.



Yendo los cinco escuderos por su camino adelante, hablando en diversas cosas, el uno de ellos dijo:

—Teneos, compañeros, que o yo me engaño, o viene gente.

Y metiéndose entre una arboleda que junto al camino se hacía, oyeron ruido; y mirando con más atención vieron venir por donde ellos iban un moro en un caballo ruano: él era grande de cuerpo, y hermoso de rostro, y parecía muy bien a caballo. Traía vestida una marlota de carmesí, y un albornoz de damasco del mismo color, todo bordado de oro y plata. Traía el brazo derecho regazado, y labrado en él una hermosa dama, y en la mano una gruesa lanza de dos hierros. Traía una adarga y cimitarra, y en la cabeza una toca tunecí, que dándole muchas vueltas por ella, le servía de hermosura y defensa de su persona.

En este hábito venía el moro, mostrando gentil continente, y cantando un cantar que él compuso en la dulce membranza de sus amores, que decía:

"Nascido en Granada,
criado en Cártama,
enamorado en Coín,
frontero de Alora."

Aunque a la música faltaba el arte, no faltaba al moro contentamiento; y como traía el corazón enamorado, a todo lo que decía daba buena gracia. Los escuderos, transportados en verle, erraron poco de dejarle pasar, hasta que dieron sobre él. El, viéndose salteado, con ánimo gentil volvió por sí, y estuvo por ver lo que harían. Luego, de los cinco escuderos los cuatro se apartaron, y el uno le acometió; mas como el moro sabía más de aquel menester, de una lanzada dio con él y con su caballo en el suelo. Visto esto, de los cuatro que quedaban, los tres le acometieron, pareciéndoles muy fuerte: de manera que ya contra el moro eran tres cristianos, que cada uno bastaba para diez moros, y todos juntos no podían con este solo. Allí se vio en gran peligro, porque se le quebró la lanza, y los escuderos le daban mucha prisa; mas, fingiendo que huía, puso las piernas a su caballo, y arremetió al escudero que derribara; y como un ave se colgó de la silla, y le tomó su lanza, con la cual volvió a hacer rostro a sus enemigos, que le iban siguiendo pensando que huía, y diose tan buena maña que a poco rato tenía de los tres los dos en el suelo. El otro que quedaba, viendo la necesidad de sus compañeros, tocó el cuerno y fue a ayudarlos. Aquí se trabó fuertemente la escaramuza, porque ellos estaban afrentados de ver que un caballero les duraba tanto, y a él le iba más que la vida en defenderse de ellos. A esta hora le dio uno de los dos escuderos una lanzada en un muslo, que a no ser el golpe en soslayo se le pasara todo. Él, con rabia de verse herido, volvió por sí, y diole una lanzada que dio con él y con su caballo muy mal herido en tierra.

Rodrigo de Narváez, barruntando la necesidad en que sus compañeros estaban, atravesó el camino, y como traía mejor caballo se adelantó; y viendo la valentía del moro quedó espantado, porque de los cinco escuderos tenía a los cuatro en el suelo, y el otro casi al mismo punto. El le dijo:

—Moro, vente a mí, y si tú me vences, yo te aseguro de lo demás.

Y comenzaron a trabar brava escaramuza; mas como el alcaide venía de refresco, y el moro y su caballo estaban heridos, dábale tanta prisa, que no podía mantenerse; mas, viendo que en sola esta batalla le iba la vida y contentamiento, dio una lanzada a Rodrigo de Narváez, que a no tomar el golpe en su adarga le hubiera muerto. El, en recibiendo el golpe, arremetió a él, y diole una herida en el brazo derecho, y cerrando luego con él le trabó a brazos, y sacándole de la silla, dio con él en el suelo. Y yendo sobre él, le dijo:

—Caballero, date por vencido, si no, matarte he.

—Matarme bien podrás—dijo el moro—que en tu poder me tienes; mas no podrá vencerme sino quien una vez me venció.

El alcaide no paró en el misterio con que se decían estas palabras, y usando en aquel punto de su acostumbrada virtud, le ayudó a levantar, porque de la herida que le dio el escudero en el muslo, y de la del brazo, aunque no eran grandes, y del gran cansancio y caída quedó quebrantado, y tomando de los escuderos aparejo, le ligó las heridas; y hecho esto, le hizo subir en un caballo de un escudero, porque el suyo estaba herido, y volvieron el camino de Alora.
Y yendo por él adelante hablando en la buena disposición y valentía del moro, él dio un grande y profundo suspiro, y habló algunas palabras en algarabía que ninguno entendió. Rodrigo de Narváez iba mirando su buen talle y disposición: acordábase de lo que le vio hacer; y parecíale que tan gran tristeza en ánimo tan fuerte no podía proceder de sola la causa que allí parecía. Y por informarse de él, le dijo:

—Caballero, mirad que el prisionero que en la prisión pierde el ánimo, aventura el derecho de la libertad. Mirad que en la guerra los caballeros han de ganar y perder; porque los más de sus trances están sujetos a la fortuna; y parece flaqueza que quien hasta aquí ha dado tan buena muestra de su esfuerzo, la dé ahora tan mala. Si suspiráis del dolor de las llagas, a lugar vais donde seréis bien curado; si os duele la prisión, jornadas son de guerra a que están sujetos cuantos la siguen. Y si tenéis otro dolor secreto, fiadle de mí, que yo os prometo como hijodalgo de hacer, por remediarle, lo que en mí fuere.

El moro, levantando el rostro, que en el suelo tenía, le dijo:

    ¿Cómo os llamáis, caballero, que tanto sentimiento mostráis de mi mal?

Él le dijo:

--A mí llaman Rodrigo de Narváez, soy alcaide de Antequera y Alora.

El moro, tornando el semblante algo alegre, le dijo:

—Por cierto ahora pierdo parte de mi queja; pues ya que mi fortuna me fue adversa, me puso en vuestras manos, que aunque nunca os vi sino ahora, gran noticia tengo de vuestra virtud, y experiencia de vuestro esfuerzo; y porque no os parezca que el dolor de las heridas me hace suspirar, y también porque me parece que en vos cabe cualquier secreto, mandad apartar vuestros escuderos, y hablaros he dos palabras.

El alcaide los hizo apartar, y quedando solos, el moro, arrancando un gran suspiro, le dijo:

—Rodrigo de Narváez, alcaide tan nombrado de Alora, está atento a lo que te dijere, y verás si bastan los casos de mi fortuna a derribar un corazón de un hombre cautivo: a mí llaman Abindarráez el Mozo, a diferencia de un tío mío, hermano de mi padre, que tiene el mismo nombre. Soy de los Abencerrajes de Granada, de los cuales muchas vece habrás oído decir; y aunque me bastaba la lástima presente, sin acordar las pasadas, todavía te quiero contar esto: Hubo en Granada un linaje de caballeros, que llamaban los Abencerrajes, que eran la flor de todo aquel reino; porque en gentileza de sus personas, buena gracia, disposición y gran esfuerzo, hacían ventaja a todos los demás; eran muy estimados del rey y de todos los caballeros, y muy amados y quistos de la gente común. En todas las escaramuzas que entraban salían vencedores, y en todos los regocijos de caballería se señalaban. Ellos inventaban las galas y los trajes; de manera que se podía bien decir que en ejercicio de paz y de guerra eran ley de todo el reino.

Dícese que nunca hubo Abencerraje escaso ni cobarde, ni de mala disposición: no se tenía por Abencerraje el que no servía dama, ni se tenía por dama la que no tenía Abencerraje por servidor. Quiso la fortuna, enemiga de su bien, que de esta excelencia cayesen de la manera que oirás. El rey de Granada hizo a dos de estos caballeros, los que más valían, un notable e injusto agravio, movido de falsa información que contra ellos tuvo, y quísose decir, aunque yo no lo creo, que estos dos y a su instancia otros diez, se conjuraron de matar al rey, y dividir el reino entre sí, vengando su injuria. Esta conjuración, siendo verdadera o falsa, fue descubierta; y por no escandalizar el rey al reino, que tanto los amaba, los hizo a todos una noche degollar; porque a dilatar la injusticia, no fuera poderoso de hacerla. Ofreciéronse al rey grandes rescates por sus vidas; mas él aun escucharlo no quiso. Cuando la gente se vio sin esperanza de sus vidas, comenzó de nuevo a llorarlos: llorábanlos los padres que los engendraron y las madres que los parieron; llorábanlos las damas a quien servían y los caballeros con quienes se acompañaban; y toda la gente común alzaba un tan grande y continuo alarido, como si la ciudad se entrara de enemigos; de manera que si a precio de lágrimas se hubieran de comprar sus vidas, no murieran los Abencerrajes tan miserablemente. ¡Ves aquí en lo que acabó tan esclarecido linaje, tan principales caballeros como en él había! ¡Considera cuánto tarda la fortuna en subir un hombre, y cuán presto le derriba! ¡Cuánto tarda en crecer un árbol y cuán presto va al fuego! ¡Con cuánta dificultad se edifica una casa, y con cuánta brevedad se quema! ¡Cuántos podrían escarmentar en las cabezas de estos desdichados, pues tan sin culpa padecieron con público pregón, siendo tantos y tales, y estando en el favor del mismo rey! Sus casas fueron derribadas, sus heredades enajenadas, y su nombre dado en el reino por traidor. Resultó de este infelice caso que ningún Abencerraje pudiese vivir en Granada, salvo mi padre y un tío mío, que hallaron inocentes de este delito, a condición que los hijos que les naciesen enviasen a criar fuera de la ciudad, para que no volviesen a ella, y las hijas casasen fuera del reino.

Rodrigo de Narváez, que estaba mirando con cuánta pasión le contaba su desdicha, le dijo:

—Por cierto, caballero, vuestro cuento es extraño, y la sinrazón que a los Abencerrajes se hizo fue grande; porque no es de creer que, siendo ellos tales, cometiesen traición.

—Es como yo lo digo—dijo él—; y aguardad más y veréis cómo desde allí todos los Abencerrajes deprendimos a ser desdichados. Yo salí al mundo del vientre de mi madre, y por cumplir mi padre el mandamiento del rey, enviome a Cártama, al alcaide que en ella estaba, con quien tenía estrecha amistad. Este tenía una hija casi de mi edad, a quien amaba más que a sí; porque, allende de ser sola y hermosísima, le costó la mujer, que murió de su parto. Esta y yo en nuestra niñez siempre nos tuvimos por hermanos, porque así nos oíamos llamar: nunca me acuerdo haber pasado hora que no estuviésemos juntos: juntos nos criaron, juntos andábamos, juntos comíamos y bebíamos. Nacionos de esta conformidad un natural amor, que fue siempre creciendo con nuestras edades. Acuérdome que, entrando una siesta en la huerta que dicen de los Jazmines, la hallé sentada junto a la fuente, componiendo su hermosa cabeza: mirela vencido de su hermosura, y pareciome a Salmacis, y dije entre mí: «¡Oh, quién fuera Trocho para parecer ante esta hermosa diosa!» ¡No sé cómo me pesó que fuese mi hermana! Y no aguardando más fuime a ella; y cuando me vio, con los brazos abiertos me salió a recebir, y sentándome junto a sí me dijo:

—Hermano, ¿cómo me dejaste tanto tiempo sola?

Yo la respondí:

 —Señora mía, porque ha gran rato que os busco; nunca hallé quien me dijese dónde estabais, hasta que mi corazón me lo dijo; mas decidme ahora: ¿qué certeza tenéis vos de que seamos hermanos?

—Yo—dijo ella—no otra más del grande amor que te tengo, y ver que todos nos llaman hermanos.

—Y si no lo fuéramos—dije yo—, ¿quisiérasme tanto?

—¿No ves—dijo ella—que a no serlo, no nos dejara mi padre andar siempre juntos y solos?

—Pues si ese bien me habían de quitar —dije yo—más quiero el mal que tengo.

Entonces ella, encendido su hermoso rostro en color, me dijo:

—¿Y qué pierdes tú en que seamos hermanos?

—Pierdo a mí y a vos—dije yo.

—Yo no te entiendo—dijo ella—; mas a mí me parece que sólo serlo nos obliga a amarnos naturalmente.

—A mí sola vuestra hermosura me obliga, que antes esa hermandad parece que me resfría algunas veces.

Y con esto, bajando mis  ojos, de empacho de lo que la dije, vila en las aguas de la fuente al propio, como ella era; de suerte que dondequiera que volvía la cabeza hallaba su imagen, y en mis entrañas la más verdadera. Y decíame yo a mí mismo, (y pesárame que alguno me lo oyera): «Si yo me anegase ahora en esta fuente donde veo a mi señora, ¡cuánto más disculpado moriría yo que Narciso! Y si ella me amase como yo la amo, ¡qué dichoso sería yo! Y si la fortuna nos permitiese vivir siempre juntos, ¡qué sabrosa vida sería la mía!» Diciendo esto, levánteme, y volviendo las manos a unos jazmines, de que la fuente estaba rodeada, mezclándolos con arrayán, hice una hermosa guirnalda y poniéndola sobre mi cabeza me volví a ella coronado y vencido. Ella puso los ojos en mí (a mi parecer), más dulcemente que solía, y quitándomela, la puso sobre su cabeza. Pareciome en aquel punto más hermosa que Venus cuando salió al juicio de la manzana, y volviendo el rostro a mí, me dijo:

—¿Qué te parece ahora de mí, Abindarráez?

Yo la dije:
—Paréceme que acabáis de vencer al mundo, y que os coronan por reina y señora de él.

Levantándose, me tomó por la mano y me dijo:

—Si eso fuera, hermano, no perdierais vos nada.

Yo, sin la responder, la seguí hasta que salimos de la huerta. Esta engañosa vida trajimos mucho tiempo, hasta que ya el amor, por vengarse de nosotros, nos descubrió la cautela; que como fuimos creciendo en edad, ambos acabamos de entender que no éramos hermanos. Ella no sé lo que sintió al principio de saberlo: mas yo nunca mayor contentamiento recibí, aunque después acá lo he pagado bien. En el mismo punto que fuimos certificados de esto, aquel amor limpio y sano que nos teníamos se comenzó a dañar y se convirtió en una rabiosa enfermedad, que nos durará hasta la muerte. Aquí no hubo primeros movimientos que excusar; porque al principio de estos amores fue un gusto y deleite fundado sobre bien; mas después no vino el mal por principios, sino de golpe y todo junto. Ya yo tenía mi contentamiento puesto en ella, y mi alma hecha a medida de la suya. Todo lo que no veía en ella me parecía feo, excusado y sin provecho en el mundo. Todo mi pensamiento era en ella. Ya en este tiempo nuestros pasatiempos eran diferentes; ya yo la miraba con recelo de ser sentido; ya tenía envidia del sol que la tocaba. Su presencia me lastimaba la vida, y su presencia me enflaquecía el corazón. Y de todo esto creo que no me debía nada, porque me pagaba en la misma moneda. Quiso la Fortuna, envidiosa de nuestra dulce vida, quitarnos este contentamiento, en la manera que oirás.

El rey de Granada, por mejorar en cargo al alcaide de Cártama, enviole a mandar que luego dejase aquella fuerza y se fuese a Coín (que es aquel lugar frontero del vuestro), y que me dejase a mí en Cártama en poder del alcaide que a ella viniese. Sabida esta desastrada nueva por mi señora y por mí, juzgad vos (si algún tiempo fuisteis enamorado) lo que podríamos sentir. Juntámonos en un lugar secreto a llorar nuestro apartamiento. Yo la llamaba señora mía, alma mía, sólo bien mío y otros dulces nombres que el amor me enseñaba; —Apartándose vuestra hermosura de mí, ¿tendréis alguna vez memoria de este vuestro cautivo? —Aquí las lágrimas y suspiros atajaban las palabras. Yo, esforzándome para decir más, malparía algunas razones turbadas, de que no me acuerdo, porque mi señora llevó mi memoria consigo. ¡Pues  quién os contase las lástimas que ella hacía, aunque a mí siempre me parecían pocas! Decíame mil dulces palabras, que hasta ahora me sueñan en las orejas; y al fin, porque no nos sintiesen, despedímonos con muchas lágrimas y sollozos dejando cada uno al otro por prenda un abrazo, con un suspiro arrancado de las entrañas. Y porque ella me vio en tanta necesidad y con señales de muerto, me dijo:

—Abindarráez, a mí se me sale el alma en apartándome de ti; y porque siento de ti lo mismo, yo quiero ser tuya hasta la muerte: tuyo es mi corazón, tuya es mi vida, rni honra y mi hacienda; y en testimonio de esto, llegada a Coín, donde ahora voy con mi padre, en teniendo lugar de hablarte, o por ausencia, o por indisposición suya (que ya deseo), yo te avisaré: irás donde yo estuviere, y allí yo te daré lo que solamente llevo conmigo, debajo del nombre de esposo: que de otra suerte ni tu lealtad ni mi ser lo consentirían; que todo lo demás muchos días ha que es tuyo.

Con esta promesa mi corazón se sosegó algo y besela las manos por la merced que me prometía.

Ellos se partieron otro día, yo quedé como quien caminando por unas fragosas y ásperas montañas se le eclipsa el sol: comencé a sentir su ausencia ásperamente, buscando falsos remedios contra ella. Miraba las ventanas donde se solía poner, las aguas donde se bañaba, la cámara en que dormía, el jardín donde reposaba la siesta. Andaba todas sus estaciones y en todas ellas hallaba representación de mi fatiga. Verdad es que la esperanza que me dio de llamarme me sostenía, y con ella engañaba parte de mis trabajos; aunque algunas veces, de verla alargar tanto me causaba mayor pena, y holgara que me dejara del todo desesperado, porque la desesperación fatiga hasta que se tiene por cierta, y la esperanza hasta que se cumple el deseo.

Quiso mi ventura que esta mañana mi señora me cumplió su palabra, enviándome a llamar con una criada suya, de quien se fiaba; porque su padre era partido para Granada, llamado del rey para volver luego. Yo, resucitado con esta buena nueva, apercibíme, y dejando venir la noche por salir más secreto, púseme en el hábito que me encontraste, por mostrar a mi señora la alegría de mi corazón; y por cierto no creyera yo que bastaran cien caballeros juntos a tenerme campo, porque traía mi señora conmigo; y si tú me venciste, no fue por esfuerzo (que no es posible), sino porque mi corta suerte, o la determinación del cielo, quisieron atajarme tanto bien. Así que, considera tú ahora, en el fin de mis palabras, el bien que perdí y el mal que tengo. Yo iba de Cártama a Coín, breve jornada (aunque el deseo la alargaba mucho), el más ufano Abencerraje que nunca se vio: iba llamado de mi señora a ver a mi señora, a gozar de mi señora y a casarme con mi señora. Véome ahora herido,  cautivo y vencido, y lo que más siento, que el término y coyuntura de mi bien se acaba esta noche. Déjame, pues, cristiano, consolar entre mis suspiros, y no los juzguen a flaqueza; pues lo fuera muy mayor tener ánimo para sufrir tan riguroso trance.

Rodrigo de Narváez quedó espantado y apiadado del extraño acontecimiento del moro; y pareciéndole que para su negocio ninguna cosa le podría dañar más que la dilación, le dijo:

—Abindarráez, quiero que veas que puede más mi virtud que tu ruin fortuna. Si tú me prometes como caballero de volver a mi prisión dentro del tercero día, yo te daré libertad para que sigas tu camino; porque me pesaría de atajarte tan buena empresa.

El moro, cuando lo oyó, se quiso de contento echar a sus pies, y le dijo:

—Rodrigo de Narváez, si vos esto hacéis, habréis hecho la rnayor gentileza de corazón que nunca hombre hizo, y a mí me daréis la vida; y para lo que pedís, tomad de mí la seguridad que quisiereis, que yo lo cumpliré.

El alcaide llamó a sus escuderos, y les dijo:

 —Señores, fiad de mí este prisionero, que yo salgo fiador de su rescate.

Ellos dijeron que ordenase a su voluntad, y tomando la mano derecha entre las dos suyas al moro, le dijo:

—¿Vos prometeisme como caballero de volver a mi castillo de Alora a ser mi prisionero dentro del tercero día?

El le dijo:

—Sí, prometo.

—Pues id con la buenaventura, y si para vuestro negocio tenéis necesidad de mi persona, y de otra cosa alguna, también se hará.

Y diciendo que se lo agradecía, se fue camino de Coín a mucha prisa.

Rodrigo de Narváez y sus escuderos se volvieron a Alora, hablando en la valentía y buena manera del moro, Y con la prisa que el Abencerraje llevaba, no tardó mucho en llegar a Coín. Yéndose derecho a la fortaleza, como le era mandado, no paró, hasta que halló una puerta que en ella había, y deteniéndose allí, comenzó a reconocer el campo, por ver si había algo de qué guardarse, y viendo que estaba todo seguro tocó en ella con el cuento de la lanza, que esta era la señal que le había dado la dueña. Luego ella misma le abrió, y le dijo:

—¿En qué os habéis detenido, señor mío, que vuestra tardanza nos ha puesto en gran confusión? Mi señora ha rato que os espera: apeaos, y subiréis donde está.

Él se apeó y puso su caballo en lugar secreto, que allí halló; y dejando la lanza con su adarga y cimitarra, llevándole la dueña por la mano, lo más paso que pudo, por no ser sentido de la gente del castillo, subió por una escalera hasta llegar al aposento de la hermosa Jarifa (que así se llamaba la dama).

Ella, que ya había sentido su venida, con los brazos abiertos le salió a recibir; ambos se abrazaron sin hablarse palabra, del sobrado contentamiento. Y la dama le dijo:

—¿En qué os habéis detenido, señor mío,  que vuestra tardanza me ha puesto en gran congoja y sobresalto?

 —Mi señora—dijo él—, vos sabéis bien que por mi negligencia no habrá sido; mas no siempre suceden las cosas como los hombres desean.

Ella le tomó por la mano y le metió en una cámara secreta, y sentándose sobre una cama que en ella había, le dijo:

 —He querido, Abindarráez, que veáis en cuál manera cumplen las cautivas de amor sus palabras; porque, desde el día que os la di por prenda de mi corazón, he buscado aparejos para quitárosla: yo os mandé venir a este mi castillo a ser mi prisionero, como yo lo soy vuestra, y haceros señor de mi persona, y de la hacienda de mi padre, debajo del nombre de esposo, aunque esto, según entiendo, será muy contra su voluntad: que como no tiene tanto conocimiento de vuestro valor, y experiencia de vuestra virtud como yo, quisiera darme marido más rico; mas yo, vuestra persona y contentamiento tengo por la mayor riqueza del mundo. Y diciendo esto bajó la cabeza, mostrando un cierto empacho de haberse descubierto tanto.

El moro la tomó entre sus brazos y besándola muchas veces las manos por la merced que le hacía, la dijo:

—Señora mía, en pago de tanto bien como me habéis ofrecido, no tengo qué daros, que no sea vuestro, sino sola esta prenda, en señal que os recibo por mi señora y esposa.

Y llamando a la dueña se desposaron. Y siendo desposados se acostaron en su cama, donde con la nueva experiencia encendieron más el fuego de sus corazones. En esta conquista pasaron muy amorosas obras y palabras, que son más para contemplación que para escritura. Tras esto al moro vino un profundo pensamiento, y dejando llevarse de él dio un gran suspiro. La dama, no pudiendo sufrir tan grande ofensa de su hermosura y voluntad, con gran fuerza de amor le volvió a sí, y le dijo:

—¿Qué es esto, Abindarráez? Parece que te has entristecido con mi alegría; yo te oigo suspirar revolviendo el cuerpo a todas partes; pues si yo soy todo tu bien y contentamiento, como me decías, ¿por quién suspiras? Y si no lo soy, ¿por qué me engañaste? Si has hallado alguna falta en mi persona, pon los ojos en mi voluntad, que basta para encubrir muchas; y si sirves otra dama, dime quién es para que la sirva yo; y si tienes otro dolor secreto de que yo no soy ofendida, dímelo, que o yo moriré o te libraré de él.

El Abencerraje, corrido de lo que había hecho, y pareciéndole que no declararse era ocasión de gran sospecha, con un apasionado suspiro, dijo:

—Señora mía, si yo no os quisiera más que a mí, no hubiera hecho este sentimiento; porque el pesar que conmigo traía sufríale con buen ánimo cuando iba por mí sólo; mas ahora, que me obliga a apartarme de vos, no tengo fuerzas para sufrirle; y así entenderéis que mis sospiros se causan más de sobra de lealtad que de falta de ella; y porque no estéis más suspensa sin saber de qué, quiero deciros lo que pasa.

Luego le contó todo lo que había sucedido, y al cabo la dijo:

—De suerte, señora, que vuestro cautivo lo es también del alcaide de Alora: yo no siento la pena de la prisión, que vos enseñasteis mi corazón a sufrir; mas vivir sin vos tendría por la misma muerte.

La dama, con buen semblante, le dijo:

—No te congojes, Abindarráez, que yo tomo el remedio de tu rescate a mi cargo; porque a mí me cumple más; yo digo así, que cualquier caballero que diere la palabra de volver a la prisión, cumplirá con enviar el rescate que se le puede pedir; y para esto ponedle vos mismo el nombre que quisiereis, que yo tengo las llaves de la riqueza de mi padre, y yo os las pondré en vuestro poder: enviad de todo ello lo que os pareciere. Rodrigo de Narváez es buen caballero, y os dio una vez libertad, y le fiaste este negocio, que le obliga ahora a usar de mayor virtud: yo creo que se contentará con esto, pues teniéndoos en su poder ha de hacer lo mismo.

El Abencerraje le respondió:

—Bien parece, señora mía, que lo mucho que me queréis no os deja que me aconsejéis bien: por cierto no caeré yo en tan gran yerro; porque, si cuando venía a verme con vos, que iba por mí sólo, estaba obligado a cumplir mi palabra, ahora que soy vuestro se me ha doblado la obligación. Yo Volveré a Alora y me pondré en las manos del alcaide de ella, y tras hacer yo lo que debo, haga él lo que quisiere.

—Pues nunca Dios quiera—dijo Jarifa— que yendo vos a ser preso quede yo libre: pues no lo soy yo, quiero acompañaros en esta jornada, que ni el amor que os tengo, ni el miedo que he cobrado a mi padre de haberle ofendido, me consentirán hacer otra cosa.

El moro, llorando de contentamiento, la abrazó y le dijo:

—Siempre vais, señora mía, acrecentándome las mercedes; hágase lo que vos quisierais, que así lo quiero yo.

Y con este acuerdo, aparejando lo necesario, otro día de mañana se partieron, llevando la dama el rostro cubierto por no ser conocida.

Pues yendo por su camino adelante hablando de diversas cosas, toparon un hombre viejo; la dama le preguntó dónde iba, él la dijo:

—Voy a Alora a negocios que tengo con el alcaide de ella, que es el más honrado y virtuoso caballero que yo jamás vi.

Jarifa se holgó mucho de oír esto, pareciéndole que pues todos hallaban tanta virtud en este caballero, que también la hallarían ellos, que tan necesitados estaban de ella. Y volviendo al caminante, le dijo:

—Decid, hermano, ¿sabéis vos de ese caballero alguna cosa que haya hecho notable?

—Muchas sé—dijo él—, mas contaros he una por donde entenderéis todas las demás. Este caballero fué primero alcaide de Antequera, y allí anduvo mucho tiempo enamorado de una dama muy hermosa, en cuyo servicio hizo mil gentilezas, que son largas de contar; y aunque ella conocía el valor de este caballero, amaba a su marido tanto, que hacía poco caso de él. Aconteció así, que un día de verano, acabando de comer, ella y su marido se bajaron a una huerta que tenían dentro de casa, y él llevaba un gavilán en la mano, y lanzándole a unos pájaros, ellos huyeron, y fuéronse a acoger a una zarza; y el gavilán, como astuto, tirando el cuerpo afuera, metió la mano y sacó y mató muchos de ellos. El caballero le cebó y volvió a la dama, y la dijo:

—¿Qué os parece, señora, de la astucia con que el gavilán encerró los pájaros y los mató? Pues hágoos saber, que cuando el alcaide de Alora escaramuza con los moros, así los sigue, y así los mata.

Ella, fingiendo no le conocer, le preguntó quién era.

—Es el más valiente y virtuoso caballero que yo hasta hoy vi. Y comenzó a hablar de él muy altamente, tanto que a la dama le vino un cierto arrepentimiento, y dijo:

—¡Pues cómo, los hombres están enamorados de este caballero, y que no lo esté yo de él, estándolo él de mí! Por cierto yo estaré bien disculpada de lo que por él hiciere, pues mi marido me ha informado de su derecho.

Otro día adelante se ofreció que el marido fue fuera de la ciudad, y no pudiendo la dama sufrirse en sí, enviole a llamar con una criada suya. Rodrigo de Narváez estuvo en poco de tornarse loco de placer aunque no dio crédito a ello, acordándose de la aspereza con que siempre le había tratado; mas con todo eso, a la hora concertada, muy a recaudo, fue a ver la dama que le estaba esperando en un lugar secreto; y allí ella echó de ver el yerro que había hecho, y la vergüenza que pasaba en requerir a aquel de quien tanto tiempo había sido requerida. Pensaba también en la forma que descubre todas las cosas; temía la inconstancia de los hombres, y la ofensa del marido; y todos estos inconvenientes, como suelen, aprovecharon para vencerla más, y pasando por todos ellos le recibió dulcemente y le metió en su cámara, donde pasaron muy dulces palabras; y en fin de ellas, le dijo:

—Señor Rodrigo de Narváez, yo soy vuestra de aquí adelante, sin que en mi poder quede cosa que no lo sea; y esto no lo agradezcáis a mí; que todas vuestras pasiones y diligencias, falsas o verdaderas, os aprovecharán poco conmigo; mas agradecedlo a mi marido, que tales cosas me dijo de vos, que me han puesto en el estado que ahora estoy.

Tras esto le contó cuanto con su marido había pasado, y al cabo le dijo:

—Y cierto, señor, vos debéis a mi marido más que él a vos.

Pudieron tanto estas palabras con don Rodrigo de Narváez, que le causaron confusión y arrepentimiento del mal que hacía a quien de él decía tantos bienes; y apartándose afuera, dijo:

—Por cierto, señora, yo os quiero mucho y os querré de aquí adelante; mas nunca Dios quiera que a hombre que tan aficionadamente ha hablado de mí, haga yo tan cruel daño; antes de hoy más he de procurar la honra de vuestro marido, como la mía propia, pues en ninguna cosa le puedo pagar mejor el bien que de mí dijo.

Y sin aguardar más, se volvió por donde había venido. La dama debió de quedar burlada; y cierto, señores, el caballero, a mi parecer, usó de gran virtud y valentía, pues venció su misma voluntad.

El Abencerraje y su dama quedaron admirados del cuento; y alabándole mucho, él dijo que nunca mayor virtud había visto de hombre. Ella respondió:

 —Por Dios, señor, yo no quisiera servidor tan virtuoso; mas él debía estar poco enamorado, pues tan presto se salió afuera y pudo más con él la honra del marido que la hermosura de la mujer.

Y sobre esto dijo otras muy graciosas palabras. Luego, llegaron a la fortaleza, y llamando a la puerta, fue abierta por los guardas, que ya tenían noticia de lo pasado; y yendo un hombre corriendo a llamar al alcaide, le dijo:

—Señor, en el castillo está el moro que venciste y trae consigo una gentil dama.

Al alcaide le dio el corazón lo que podía ser, y bajó abajo. El Abencerraje, tomando a su esposa de la mano, se fue a él y le dijo:

—Rodrigo de Narváez, mira si te cumplo bien mi palabra, pues te prometí traer un preso y te traigo dos, que el uno basta para vencer otros muchos; ves aquí mi señora; juzga si he padecido con justa causa; recíbenos por tuyos, que yo fío mi señora y mi honra de ti.



Rodrigo de Narváez holgó mucho de verlos, y dijo a la dama:

—Yo no sé cuál de vosotros debe más al otro, mas yo debo mucho a los dos. Entrad y reposaréis en esta vuestra casa, y tenedla de aquí adelante por tal, pues lo es su dueño.

Y con esto se fueron a un aposento que les estaba aparejado, y de ahí a poco comieron, porque venían cansados del camino. Y el alcaide preguntó al Abencerraje:

—Señor, ¿qué tal venís de las heridas?

—Paréceme, señor, que con el camino las traigo enconadas, y con algún dolor.

La hermosa Jarifa, muy alterada, dijo:

—¿Qué es esto, señor? ¿heridas tenéis vos de que yo no sepa?

—Señora, quien escapó de las vuestras, en poco tendrá otras;  verdad es que de la escaramuza de la otra noche saqué dos pequeñas heridas, y el camino y no haberme curado me habrán hecho algún daño.

—Bien será—dijo el alcaide—que os acostéis y vendrá un cirujano que hay en el castillo.

Luego la hermosa Jarifa le comenzó a desnudar con grande alteración, y viniendo el maestro y viéndole, dijo que no era nada, y con un ungüento que le puso le quitó el dolor; y de ahí a tres días estuvo sano.

Un día acaeció que acabando de comer, el Abencerraje, dijo estas palabras:

—Rodrigo de Narváez: según eres discreto, en la manera de nuestra venida entenderás lo demás: yo tengo esperanza que este negocio, que está tan dañado, se ha de remediar por tus manos. Esta dueña es la hermosa Jarifa, de quien te hube dicho es mi señora y mi esposa. No quiso quedar en Coín, de miedo de haber ofendido a su padre; todavía se teme de este caso; bien sé que por tu virtud te ama el rey, aunque eres cristiano; suplícote alcances de él que nos perdone su padre, por haber hecho esto sin que él lo supiese, pues la fortuna lo trajo por este camino.

El alcaide les dijo:

—Consolaos, que yo os prometo de hacer en ello cuanto pudiere.

Y tomando tinta y papel escribió una carta al rey, que decía así:





Carta de Rodrigo de Narvdez, alcaide de Alora, para el rey de Granada.

«Muy alto y muy poderoso rey de Granada:

Rodrigo de Narváez, alcaide de Alora, tu servidor, beso tus reales manos, y digo así: que el Abencerraje Abindarráez el mozo, que nació en Granada y se crio en Cártama, en poder del alcaide de ella, se enamoró de la hermosa Jarifa, su hija; después tú, por hacer merced al alcaide, le pasaste a Coín; los enamorados, por asegurarse, se desposaron entre sí, y llamado él por ausencia del padre, que contigo tienes, yendo a su fortaleza, yo le encontré en el camino, y en cierta escaramuza que con él tuve, en que se mostró muy valiente, le gané por mi prisionero; y contándome su caso, apiadándome de él le hice libre por dos días. El se fue a ver con su esposa, de suerte que en la jornada perdió la libertad y ganó la amiga. Viendo ella que el Abencerraje volvía a mi prisión, se vino con él, y así están ahora los dos en mi poder. Suplícote que no te ofenda el nombre de Abencerraje, que yo sé que este y su padre fueron sin culpa en la conjuración que contra tu real persona se hizo; y en testimonio de ello viven. Suplico a tu real Alteza, que el remedio de estos tristes se reparta entre ti y mí: yo les perdonaré el rescate y los soltaré graciosamente; sólo harás tú que el padre de ella los perdone y reciba en su gracia; y en esto cumplirás con tu grandeza y harás lo que de ella siempre esperé.»

Escrita la carta, despachó un escudero con ella, que llegado ante el rey, se la dio: el cual, sabiendo cuya era, se holgó mucho, que a este solo cristiano amaba por su virtud y buenas maneras. Y como la leyó, volvió el rostro al alcaide de Coín, que allí estaba, y llamándole aparte le dijo:

—Lee esta carta, que es del alcaide de Alora.

Y leyéndola recibió grande alteración. El rey le dijo:

—No te congojes, aunque tengas por qué; sábete que ninguna  cosa me pedirá alcaide de Alora que yo no lo haga; y así te mando que vayas luego a Alora y te veas con él, y perdones tus hijos, y los lleves a tu casa, que en pago de este servicio, a ellos y a ti haré siempre merced.

El moro lo sintió en el alma; mas viendo que no podía pasar el mandato del rey, volvió de buen continente, y dijo que así lo haría como su Alteza lo mandaba; y luego se partió a Alora, donde ya sabían del escudero todo lo que había pasado, y fue de todos recibido con mucho regocijo y alegría. El Abencerraje y su hija parecieron ante él con harta vergüenza y le besaron las manos. El los recibió muy bien, y les dijo:

—No se trata aquí de cosas pasadas; yo os perdono haberos casado sin mi voluntad, que en lo demás, vos, hija, escogisteis mejor marido que yo os pudiera dar.




El alcaide todos aquellos días les hacía muchas fiestas; y una noche, acabando de cenar en un jardín, les dijo:

—Yo tengo en tanto haber sido parte para que este negocio haya venido a tan buen estado, que ninguna cosa me pudiera hacer
más contento; y así digo, que sólo la honra de haberos tenido por mis prisioneros quiero por rescate de la prisión. De hoy más, vos, señor Abindarráez, sois libre de mí para hacer de vos lo que quisierais.

Ellos le besaron las manos por la merced y bien que les hacía, y otro día por la mañana partieron de la fortaleza, acompañándolos el alcaide parte del camino. Estando ya en Coín gozando sosegada y seguramente el bien que tanto habían deseado, el padre les dijo:

—Hijos; ahora, que con mi voluntad sois señores de mi hacienda, es justo que mostréis el agradecimiento que a Rodrigo de Narváez se debe por la buena obra que os hizo; que por haber usado con vosotros de tanta gentileza no ha de perder su rescate: antes le merece muy mayor; yo os quiero dar seis mil doblas zahenes; enviádselas y tenedle de aquí adelante por amigo, aunque las leyes sean diferentes. Abindarráez le besó las manos; y tomándolas, con cuatro muy hermosos caballos y cuatro lanzas con los hierros y cuentos de oro, y otras cuatro adargas, las envió al alcaide de Alora, y le escribió así:

Carta del Abencerraje Abindarráez al alcaide de Alora.

«Si piensas, Rodrigo de Narváez, que con darme libertad en tu castillo para venirme al mío me dejaste libre, engáñastete; que cuando libertaste mi cuerpo prendiste mi corazón. Las buenas obras prisiones son de los nobles corazones; y si tú por alcanzar honra y fama acostumbras hacer bien a los que podrías destruir, yo, por parecer a aquellos donde vengo, y no degenerar de la alta sangre de los Abencerrajes, antes coger y meter en mis venas toda la que de ellos se vertió, estoy obligado a agradecerlo y servirlo: recibirás en ese breve presente la voluntad de quien le envía, que es muy grande, y de mi Jarifa otra tan limpia y leal, que me contento yo de ella.»

El alcaide tuvo en mucho la grandeza y curiosidad del presente, y recibiendo de él los caballos, lanzas y adargas, escribió a Jarifa así:

Carta del alcaide de Alora a la hermosa Jarifa.

«Hermosa Jarifa: No ha querido Abindarráez dejarme gozar el verdadero triunfo de su prisión, que consiste en perdonar y hacer bien; y como a mí en esta tierra nunca se me ofreció empresa tan generosa, ni tan digna de capitán español, quisiera gozarla toda y labrar de ella una estatua para mi posteridad y descendencia. Los caballos y armas recibo yo, para ayudarle a defender de sus enemigos; y si en enviarme el oro se mostró caballero generoso, en recibirlo yo pareciera codicioso mercader. Yo os sirvo con ello en pago de la merced que me hicisteis en serviros de mí en mi castillo; y también, señora, yo no acostumbro a robar damas, sino servirlas y honrarlas.»

Y con esto les volvió a enviar las doblas. Jarifa las recibió y dijo:

—Quien pensare vencer a Rodrigo de Narváez en armas y cortesía, pensará mal.

De esta manera quedaron los unos de los otros muy satisfechos y contentos, y trabados con estrecha amistad, que les duró toda la vida.