HISTORIA DEL
ABENCERRAJE
Y LA HERMOSA
JARIFA
Dice
el cuento, que en tiempo del infante don Fernando, que ganó a Antequera, fue un
caballero que se llamó Rodrigo de Narváez, notable en virtud y hechos de armas.
Este, peleando contra moros, hizo cosas de mucho esfuerzo, y particularmente en
aquella empresa y guerra de Antequera hizo hechos dignos de perpetua memoria:
sino que esta nuestra España tiene en tan poco el esfuerzo (por serle tan
natural y ordinario) que le parece que cuanto se puede hacer es poco: no como
aquellos romanos y griegos, que al hombre que se aventuraba a morir una vez en
toda la vida, le hacían en sus escritos inmortal y le trasladaban a las
estrellas. Hizo, pues, este caballero tanto en servicio de su ley y de su rey,
que después de ganada la villa, le hizo alcaide de ella, para que, pues había sido
tanta parte en ganarla, lo fuese en defenderla. Hízole también alcaide de Alora;
de suerte que tenía a cargo ambas fuerzas, repartiendo el tiempo en ambas
partes, y acudiendo siempre a la mayor necesidad. Lo más ordinario residía en
Alora, y allí tenía cincuenta escuderos hijosdalgo, a los gajes del rey, para
la defensa y seguridad de la fuerza; y este número nunca faltaba, como los
inmortales del rey Darío, que en muriendo uno ponía otro en su lugar. Tenían todos
ellos tanta fe y fuerza en la virtud de su capitán, que ninguna empresa se les
hacía difícil; y así no dejaban de ofender a sus enemigos y defenderse de ellos,
y en todas las escaramuzas que entraban salían vencedores, en lo cual ganaban
honra y provecho, de que andaban siempre ricos. Pues una noche acabando de
cenar, que hacía el tiempo muy sosegado, el alcaide dijo a todos ellos estas
palabras:
—Paréceme,
hijosdalgo, señores y hermanos míos, que ninguna cosa despierta tanto los corazones
de los hombres, como el continuo ejercicio de las armas, porque con él se cobra
experiencia en las propias, y se pierde miedo a las ajenas. Y de esto no hay
para
qué
yo traiga testigos de fuera; porque vosotros sois verdaderos testimonios. Digo
esto, porque han pasado muchos días que no hemos hecho cosa que nuestros
nombres acreciente, y sería yo de dar mala cuenta de mí y de mi oficio, si
teniendo a cargo tan virtuosa gente y valiente compañía dejase pasar el tiempo
en balde. Paréceme (si os parece), pues la claridad y seguridad de la noche nos
convida, que será bien dar a entender a nuestros enemigos, que los valedores de
Alora no duermen. Yo os he dicho mi voluntad, hágase lo que os pareciere.
Ellos
respondieron que ordenase, que todos le seguirían. Y nombrando nueve de ellos
los hizo armar: y siendo armados, salieron por una puerta falsa que la
fortaleza tenía, por no ser sentidos, y porque la fortaleza quedase a buen
recaudo. Y yendo por su camino adelante, hallaron otro que se dividía en dos. El
alcaide les dijo:
—Ya
podría ser que yendo todos por este camino se nos fuese la caza por este otro.
Vosotros cinco os id por el uno, yo con estos cuatro me iré por el otro; y si acaso
los unos toparen enemigos que no basten a vencer, toque uno su cuerno, y a la señal
acudirán los otros en su ayuda.
Yendo
los cinco escuderos por su camino adelante, hablando en diversas cosas, el uno de
ellos dijo:
—Teneos,
compañeros, que o yo me engaño, o viene gente.
Y
metiéndose entre una arboleda que junto al camino se hacía, oyeron ruido; y
mirando con más atención vieron venir por donde ellos iban un moro en un
caballo ruano: él era grande de cuerpo, y hermoso de rostro, y parecía muy bien
a caballo. Traía vestida una marlota de carmesí, y un albornoz de damasco del mismo
color, todo bordado de oro y plata. Traía el brazo derecho regazado, y labrado en
él una hermosa dama, y en la mano una gruesa lanza de dos hierros. Traía una
adarga y cimitarra, y en la cabeza una toca tunecí, que dándole muchas vueltas
por ella, le servía de hermosura y defensa de su persona.
En
este hábito venía el moro, mostrando gentil continente, y cantando un cantar
que él compuso en la dulce membranza de sus amores, que decía:
"Nascido en
Granada,
criado en
Cártama,
enamorado en Coín,
frontero de
Alora."
Aunque
a la música faltaba el arte, no faltaba al moro contentamiento; y como traía el
corazón enamorado, a todo lo que decía daba buena gracia. Los escuderos,
transportados en verle, erraron poco de dejarle pasar, hasta que dieron sobre
él. El, viéndose salteado, con ánimo gentil volvió por sí, y estuvo por ver lo
que harían. Luego, de los cinco escuderos los cuatro se apartaron, y el uno le
acometió; mas como el moro sabía más de aquel menester, de una lanzada dio con
él y con su caballo en el suelo. Visto esto, de los cuatro que quedaban, los
tres le acometieron, pareciéndoles muy fuerte: de manera que ya contra el moro
eran tres cristianos, que cada uno bastaba para diez moros, y todos juntos no
podían con este solo. Allí se vio en gran peligro, porque se le quebró la
lanza, y los escuderos le daban mucha prisa; mas, fingiendo que huía, puso las
piernas a su caballo, y arremetió al escudero que derribara; y como un ave se
colgó de la silla, y le tomó su lanza, con la cual volvió a hacer rostro a sus enemigos,
que le iban siguiendo pensando que huía, y diose tan buena maña que a poco rato
tenía de los tres los dos en el suelo. El otro que quedaba, viendo la necesidad
de sus compañeros, tocó el cuerno y fue a ayudarlos. Aquí se trabó fuertemente la
escaramuza, porque ellos estaban afrentados de ver que un caballero les duraba tanto,
y a él le iba más que la vida en defenderse de ellos. A esta hora le dio uno de
los dos escuderos una lanzada en un muslo, que a no ser el golpe en soslayo se
le pasara todo. Él, con rabia de verse herido, volvió por sí, y diole una lanzada
que dio con él y con su caballo muy mal herido en tierra.
Rodrigo
de Narváez, barruntando la necesidad en que sus compañeros estaban, atravesó el
camino, y como traía mejor caballo se adelantó; y viendo la valentía del moro quedó
espantado, porque de los cinco escuderos tenía a los cuatro en el suelo, y el
otro casi al mismo punto. El le dijo:
—Moro,
vente a mí, y si tú me vences, yo te aseguro de lo demás.
Y
comenzaron a trabar brava escaramuza; mas como el alcaide venía de refresco, y
el moro y su caballo estaban heridos, dábale tanta prisa, que no podía mantenerse;
mas, viendo que en sola esta batalla le iba la vida y contentamiento, dio una
lanzada a Rodrigo de Narváez, que a no tomar el golpe en su adarga le hubiera muerto.
El, en recibiendo el golpe, arremetió a él, y diole una herida en el brazo
derecho, y cerrando luego con él le trabó a brazos, y sacándole de la silla,
dio con él en el suelo. Y yendo sobre él, le dijo:
—Caballero,
date por vencido, si no, matarte he.
—Matarme
bien podrás—dijo el moro—que en tu poder me tienes; mas no podrá vencerme sino
quien una vez me venció.
El
alcaide no paró en el misterio con que se decían estas palabras, y usando en
aquel punto de su acostumbrada virtud, le ayudó a levantar, porque de la herida
que le dio el escudero en el muslo, y de la del brazo, aunque no eran grandes,
y del gran cansancio y caída quedó quebrantado, y tomando de los escuderos
aparejo, le ligó las heridas; y hecho esto, le hizo subir en un caballo de un
escudero, porque el suyo estaba herido, y volvieron el camino de Alora.
Y
yendo por él adelante hablando en la buena disposición y valentía del moro, él dio
un grande y profundo suspiro, y habló algunas palabras en algarabía que ninguno
entendió. Rodrigo de Narváez iba mirando su buen talle y disposición:
acordábase de lo que le vio hacer; y parecíale que tan gran tristeza en ánimo
tan fuerte no podía proceder de sola la causa que allí parecía. Y por informarse
de él, le dijo:
—Caballero,
mirad que el prisionero que en la prisión pierde el ánimo, aventura el derecho
de la libertad. Mirad que en la guerra los caballeros han de ganar y perder; porque
los más de sus trances están sujetos a la fortuna; y parece flaqueza que quien hasta
aquí ha dado tan buena muestra de su esfuerzo, la dé ahora tan mala. Si
suspiráis del dolor de las llagas, a lugar vais donde seréis bien curado; si os
duele la prisión, jornadas son de guerra a que están sujetos cuantos la siguen.
Y si tenéis otro dolor secreto, fiadle de mí, que yo os prometo como hijodalgo
de hacer, por remediarle, lo que en mí fuere.
El
moro, levantando el rostro, que en el suelo tenía, le dijo:
—
¿Cómo
os llamáis, caballero, que tanto sentimiento mostráis de mi mal?
Él
le dijo:
--A
mí llaman Rodrigo de Narváez, soy alcaide de Antequera y Alora.
El
moro, tornando el semblante algo alegre, le dijo:
—Por
cierto ahora pierdo parte de mi queja; pues ya que mi fortuna me fue adversa,
me puso en vuestras manos, que aunque nunca os vi sino ahora, gran noticia tengo
de vuestra virtud, y experiencia de vuestro esfuerzo; y porque no os parezca
que el dolor de las heridas me hace suspirar, y también porque me parece que en
vos cabe cualquier secreto, mandad apartar vuestros escuderos, y hablaros he
dos palabras.
El
alcaide los hizo apartar, y quedando solos, el moro, arrancando un gran
suspiro, le dijo:
—Rodrigo
de Narváez, alcaide tan nombrado de Alora, está atento a lo que te dijere, y
verás si bastan los casos de mi fortuna a derribar un corazón de un hombre cautivo:
a mí llaman Abindarráez el Mozo, a diferencia de un tío mío, hermano de mi
padre, que tiene el mismo nombre. Soy de los Abencerrajes de Granada, de los
cuales muchas vece habrás oído decir; y aunque me bastaba la lástima presente,
sin acordar las pasadas, todavía te quiero contar esto: Hubo en Granada un
linaje de caballeros, que llamaban los Abencerrajes, que eran la flor de todo aquel
reino; porque en gentileza de sus personas, buena gracia, disposición y gran
esfuerzo, hacían ventaja a todos los demás; eran muy estimados del rey y de
todos los caballeros, y muy amados y quistos de la gente común. En todas las
escaramuzas que entraban salían vencedores, y en todos los regocijos de
caballería se señalaban. Ellos inventaban las galas y los trajes; de manera que
se podía bien decir que en ejercicio de paz y de guerra eran ley de todo el
reino.
Dícese
que nunca hubo Abencerraje escaso ni cobarde, ni de mala disposición: no se
tenía por Abencerraje el que no servía dama, ni se tenía por dama la que no
tenía Abencerraje por servidor. Quiso la fortuna, enemiga de su bien, que de esta
excelencia cayesen de la manera que oirás. El rey de Granada hizo a dos de
estos caballeros, los que más valían, un notable e injusto agravio, movido de
falsa información que contra ellos tuvo, y quísose decir, aunque yo no lo creo,
que estos dos y a su instancia otros diez, se conjuraron de matar al rey, y
dividir el reino entre sí, vengando su injuria. Esta conjuración, siendo
verdadera o falsa, fue descubierta; y por no escandalizar el rey al reino, que
tanto los amaba, los hizo a todos una noche degollar; porque a dilatar la
injusticia, no fuera poderoso de hacerla. Ofreciéronse al rey grandes rescates
por sus vidas; mas él aun escucharlo no quiso. Cuando la gente se vio sin esperanza
de sus vidas, comenzó de nuevo a llorarlos: llorábanlos los padres que los
engendraron y las madres que los parieron; llorábanlos las damas a quien servían
y los caballeros con quienes se acompañaban; y toda la gente común alzaba un tan
grande y continuo alarido, como si la ciudad se entrara de enemigos; de manera que
si a precio de lágrimas se hubieran de comprar sus vidas, no murieran los
Abencerrajes tan miserablemente. ¡Ves aquí en lo que acabó tan esclarecido
linaje, tan principales caballeros como en él había! ¡Considera cuánto tarda la
fortuna en subir un hombre, y cuán presto le derriba! ¡Cuánto tarda en crecer
un árbol y cuán presto va al fuego! ¡Con cuánta dificultad se edifica una casa,
y con cuánta brevedad se quema! ¡Cuántos podrían escarmentar en las cabezas de
estos desdichados, pues tan sin culpa padecieron con público pregón, siendo
tantos y tales, y estando en el favor del mismo rey! Sus casas fueron derribadas,
sus heredades enajenadas, y su nombre dado en el reino por traidor. Resultó de
este infelice caso que ningún Abencerraje pudiese vivir en Granada, salvo mi
padre y un tío mío, que hallaron inocentes de este delito, a condición que los
hijos que les naciesen enviasen a criar fuera de la ciudad, para que no
volviesen a ella, y las hijas casasen fuera del reino.
Rodrigo
de Narváez, que estaba mirando con cuánta pasión le contaba su desdicha, le dijo:
—Por
cierto, caballero, vuestro cuento es extraño, y la sinrazón que a los
Abencerrajes se hizo fue grande; porque no es de creer que, siendo ellos tales,
cometiesen traición.
—Es
como yo lo digo—dijo él—; y aguardad más y veréis cómo desde allí todos los Abencerrajes
deprendimos a ser desdichados. Yo salí al mundo del vientre de mi madre, y por cumplir
mi padre el mandamiento del rey, enviome a Cártama, al alcaide que en ella
estaba, con quien tenía estrecha amistad. Este tenía una hija casi de mi edad, a
quien amaba más que a sí; porque, allende de ser sola y hermosísima, le costó
la mujer, que murió de su parto. Esta y yo en nuestra niñez siempre nos tuvimos
por hermanos, porque así nos oíamos llamar: nunca me acuerdo haber pasado hora
que no estuviésemos juntos: juntos nos criaron, juntos andábamos, juntos
comíamos y bebíamos. Nacionos de esta conformidad un natural amor, que fue
siempre creciendo con nuestras edades. Acuérdome que, entrando una siesta en la
huerta que dicen de los Jazmines, la hallé sentada junto a la fuente,
componiendo su hermosa cabeza: mirela vencido de su hermosura, y pareciome a
Salmacis, y dije entre mí: «¡Oh, quién fuera Trocho para parecer ante esta
hermosa diosa!» ¡No sé cómo me pesó que fuese mi hermana! Y no aguardando más
fuime a ella; y cuando me vio, con los brazos abiertos me salió a recebir, y sentándome
junto a sí me dijo:
—Hermano,
¿cómo me dejaste tanto tiempo sola?
Yo
la respondí:
—Señora mía, porque ha gran rato que os busco;
nunca hallé quien me dijese dónde estabais, hasta que mi corazón me lo dijo;
mas decidme ahora: ¿qué certeza tenéis vos de que seamos hermanos?
—Yo—dijo
ella—no otra más del grande amor que te tengo, y ver que todos nos llaman hermanos.
—Y
si no lo fuéramos—dije yo—, ¿quisiérasme tanto?
—¿No
ves—dijo ella—que a no serlo, no nos dejara mi padre andar siempre juntos y solos?
—Pues
si ese bien me habían de quitar —dije yo—más quiero el mal que tengo.
Entonces
ella, encendido su hermoso rostro en color, me dijo:
—¿Y
qué pierdes tú en que seamos hermanos?
—Pierdo
a mí y a vos—dije yo.
—Yo
no te entiendo—dijo ella—; mas a mí me parece que sólo serlo nos obliga a amarnos
naturalmente.
—A
mí sola vuestra hermosura me obliga, que antes esa hermandad parece que me resfría
algunas veces.
Y
con esto, bajando mis ojos, de empacho
de lo que la dije, vila en las aguas de la fuente al propio, como ella era; de
suerte que dondequiera que volvía la cabeza hallaba su imagen, y en mis
entrañas la más verdadera. Y decíame yo a mí mismo, (y pesárame que alguno me
lo oyera): «Si yo me anegase ahora en esta fuente donde veo a mi señora,
¡cuánto más disculpado moriría yo que Narciso! Y si ella me amase como yo la
amo, ¡qué dichoso sería yo! Y si la fortuna nos permitiese vivir siempre juntos,
¡qué sabrosa vida sería la mía!» Diciendo esto, levánteme, y volviendo las manos
a unos jazmines, de que la fuente estaba rodeada, mezclándolos con arrayán,
hice una hermosa guirnalda y poniéndola sobre mi cabeza me volví a ella
coronado y vencido. Ella puso los ojos en mí (a mi parecer), más dulcemente que
solía, y quitándomela, la puso sobre su cabeza. Pareciome en aquel punto más
hermosa que Venus cuando salió al juicio de la manzana, y volviendo el rostro a
mí, me dijo:
—¿Qué
te parece ahora de mí, Abindarráez?
Yo
la dije:
—Paréceme
que acabáis de vencer al mundo, y que os coronan por reina y señora de él.
Levantándose,
me tomó por la mano y me dijo:
—Si
eso fuera, hermano, no perdierais vos nada.
Yo,
sin la responder, la seguí hasta que salimos de la huerta. Esta engañosa vida
trajimos mucho tiempo, hasta que ya el amor, por vengarse de nosotros, nos descubrió
la cautela; que como fuimos creciendo en edad, ambos acabamos de entender que
no éramos hermanos. Ella no sé lo que sintió al principio de saberlo: mas yo
nunca mayor contentamiento recibí, aunque después acá lo he pagado bien. En el
mismo punto que fuimos certificados de esto, aquel amor limpio y sano que nos teníamos
se comenzó a dañar y se convirtió en una rabiosa enfermedad, que nos durará
hasta la muerte. Aquí no hubo primeros movimientos que excusar; porque al
principio de estos amores fue un gusto y deleite fundado sobre bien; mas
después no vino el mal por principios, sino de golpe y todo junto. Ya yo tenía
mi contentamiento puesto en ella, y mi alma hecha a medida de la suya. Todo lo
que no veía en ella me parecía feo, excusado y sin provecho en el mundo. Todo
mi pensamiento era en ella. Ya en este tiempo nuestros pasatiempos eran
diferentes; ya yo la miraba con recelo de ser sentido; ya tenía envidia del sol
que la tocaba. Su presencia me lastimaba la vida, y su presencia me enflaquecía
el corazón. Y de todo esto creo que no me debía nada, porque me pagaba en la
misma moneda. Quiso la Fortuna, envidiosa de nuestra dulce vida, quitarnos este
contentamiento, en la manera que oirás.
El
rey de Granada, por mejorar en cargo al alcaide de Cártama, enviole a mandar
que luego dejase aquella fuerza y se fuese a Coín (que es aquel lugar frontero
del vuestro), y que me dejase a mí en Cártama en poder del alcaide que a ella
viniese. Sabida esta desastrada nueva por mi señora y por mí, juzgad vos (si
algún tiempo fuisteis enamorado) lo que podríamos sentir. Juntámonos en un lugar
secreto a llorar nuestro apartamiento. Yo la llamaba señora mía, alma mía, sólo
bien mío y otros dulces nombres que el amor me enseñaba; —Apartándose vuestra
hermosura de mí, ¿tendréis alguna vez memoria de este vuestro cautivo? —Aquí
las lágrimas y suspiros atajaban las palabras. Yo, esforzándome para decir más,
malparía algunas razones turbadas, de que no me acuerdo, porque mi señora llevó
mi memoria consigo. ¡Pues quién os contase
las lástimas que ella hacía, aunque a mí siempre me parecían pocas! Decíame mil
dulces palabras, que hasta ahora me sueñan en las orejas; y al fin, porque no
nos sintiesen, despedímonos con muchas lágrimas y sollozos dejando cada uno al otro
por prenda un abrazo, con un suspiro arrancado de las entrañas. Y porque ella me
vio en tanta necesidad y con señales de muerto, me dijo:
—Abindarráez,
a mí se me sale el alma en apartándome de ti; y porque siento de ti lo mismo, yo
quiero ser tuya hasta la muerte: tuyo es mi corazón, tuya es mi vida, rni honra
y mi hacienda; y en testimonio de esto, llegada a Coín, donde ahora voy con mi
padre, en teniendo lugar de hablarte, o por ausencia, o por indisposición suya
(que ya deseo), yo te avisaré: irás donde yo estuviere, y allí yo te daré lo
que solamente llevo conmigo, debajo del nombre de esposo: que de otra suerte ni
tu lealtad ni mi ser lo consentirían; que todo lo demás muchos días ha que es
tuyo.
Con
esta promesa mi corazón se sosegó algo y besela las manos por la merced que me
prometía.
Ellos
se partieron otro día, yo quedé como quien caminando por unas fragosas y
ásperas montañas se le eclipsa el sol: comencé a sentir su ausencia
ásperamente, buscando falsos remedios contra ella. Miraba las ventanas donde se
solía poner, las aguas donde se bañaba, la cámara en que dormía, el jardín donde
reposaba la siesta. Andaba todas sus estaciones y en todas ellas hallaba
representación de mi fatiga. Verdad es que la esperanza que me dio de llamarme
me sostenía, y con ella engañaba parte de mis trabajos; aunque algunas veces,
de verla alargar tanto me causaba mayor pena, y holgara que me dejara del todo
desesperado, porque la desesperación fatiga hasta que se tiene por cierta, y la
esperanza hasta que se cumple el deseo.
Quiso
mi ventura que esta mañana mi señora me cumplió su palabra, enviándome a llamar
con una criada suya, de quien se fiaba; porque su padre era partido para
Granada, llamado del rey para volver luego. Yo, resucitado con esta buena
nueva, apercibíme, y dejando venir la noche por salir más secreto, púseme en el
hábito que me encontraste, por mostrar a mi señora la alegría de mi corazón; y
por cierto no creyera yo que bastaran cien caballeros juntos a tenerme campo, porque
traía mi señora conmigo; y si tú me venciste, no fue por esfuerzo (que no es posible),
sino porque mi corta suerte, o la determinación del cielo, quisieron atajarme tanto
bien. Así que, considera tú ahora, en el fin de mis palabras, el bien que perdí
y el mal que tengo. Yo iba de Cártama a Coín, breve jornada (aunque el deseo la
alargaba mucho), el más ufano Abencerraje que nunca se vio: iba llamado de mi
señora a ver a mi señora, a gozar de mi señora y a casarme con mi señora. Véome
ahora herido, cautivo y vencido, y lo
que más siento, que el término y coyuntura de mi bien se acaba esta noche.
Déjame, pues, cristiano, consolar entre mis suspiros, y no los juzguen a
flaqueza; pues lo fuera muy mayor tener ánimo para sufrir tan riguroso trance.
Rodrigo
de Narváez quedó espantado y apiadado del extraño acontecimiento del moro; y pareciéndole
que para su negocio ninguna cosa le podría dañar más que la dilación, le dijo:
—Abindarráez,
quiero que veas que puede más mi virtud que tu ruin fortuna. Si tú me prometes
como caballero de volver a mi prisión dentro del tercero día, yo te daré
libertad para que sigas tu camino; porque me pesaría de atajarte tan buena
empresa.
El
moro, cuando lo oyó, se quiso de contento echar a sus pies, y le dijo:
—Rodrigo
de Narváez, si vos esto hacéis, habréis hecho la rnayor gentileza de corazón que
nunca hombre hizo, y a mí me daréis la vida; y para lo que pedís, tomad de mí
la seguridad que quisiereis, que yo lo cumpliré.
El
alcaide llamó a sus escuderos, y les dijo:
—Señores, fiad de mí este prisionero, que yo
salgo fiador de su rescate.
Ellos
dijeron que ordenase a su voluntad, y tomando la mano derecha entre las dos suyas
al moro, le dijo:
—¿Vos
prometeisme como caballero de volver a mi castillo de Alora a ser mi prisionero
dentro del tercero día?
El
le dijo:
—Sí,
prometo.
—Pues
id con la buenaventura, y si para vuestro negocio tenéis necesidad de mi
persona, y de otra cosa alguna, también se hará.
Y
diciendo que se lo agradecía, se fue camino de Coín a mucha prisa.
Rodrigo
de Narváez y sus escuderos se volvieron a Alora, hablando en la valentía y buena
manera del moro, Y con la prisa que el Abencerraje llevaba, no tardó mucho en llegar
a Coín. Yéndose derecho a la fortaleza, como le era mandado, no paró, hasta que
halló una puerta que en ella había, y deteniéndose allí, comenzó a reconocer el
campo, por ver si había algo de qué guardarse, y viendo que estaba todo seguro
tocó en ella con el cuento de la lanza, que esta era la señal que le había dado
la dueña. Luego ella misma le abrió, y le dijo:
—¿En
qué os habéis detenido, señor mío, que vuestra tardanza nos ha puesto en gran confusión?
Mi señora ha rato que os espera: apeaos, y subiréis donde está.
Él
se apeó y puso su caballo en lugar secreto, que allí halló; y dejando la lanza
con su adarga y cimitarra, llevándole la dueña por la mano, lo más paso que
pudo, por no ser sentido de la gente del castillo, subió por una escalera hasta
llegar al aposento de la hermosa Jarifa (que así se llamaba la dama).
Ella,
que ya había sentido su venida, con los brazos abiertos le salió a recibir;
ambos se abrazaron sin hablarse palabra, del sobrado contentamiento. Y la dama
le dijo:
—¿En
qué os habéis detenido, señor mío, que
vuestra tardanza me ha puesto en gran congoja y sobresalto?
—Mi señora—dijo él—, vos sabéis bien que por
mi negligencia no habrá sido; mas no siempre suceden las cosas como los hombres
desean.
Ella
le tomó por la mano y le metió en una cámara secreta, y sentándose sobre una cama
que en ella había, le dijo:
—He querido, Abindarráez, que veáis en cuál
manera cumplen las cautivas de amor sus palabras; porque, desde el día que os
la di por prenda de mi corazón, he buscado aparejos para quitárosla: yo os
mandé venir a este mi castillo a ser mi prisionero, como yo lo soy vuestra, y
haceros señor de mi persona, y de la hacienda de mi padre, debajo del nombre de
esposo, aunque esto, según entiendo, será muy contra su voluntad: que como no
tiene tanto conocimiento de vuestro valor, y experiencia de vuestra virtud como
yo, quisiera darme marido más rico; mas yo, vuestra persona y contentamiento tengo
por la mayor riqueza del mundo. Y diciendo esto bajó la cabeza, mostrando un
cierto empacho de haberse descubierto tanto.
El
moro la tomó entre sus brazos y besándola muchas veces las manos por la merced que
le hacía, la dijo:
—Señora
mía, en pago de tanto bien como me habéis ofrecido, no tengo qué daros, que no sea
vuestro, sino sola esta prenda, en señal que os recibo por mi señora y esposa.
Y
llamando a la dueña se desposaron. Y siendo desposados se acostaron en su cama,
donde con la nueva experiencia encendieron más el fuego de sus corazones. En
esta conquista pasaron muy amorosas obras y palabras, que son más para contemplación
que para escritura. Tras esto al moro vino un profundo pensamiento, y dejando
llevarse de él dio un gran suspiro. La dama, no pudiendo sufrir tan grande ofensa
de su hermosura y voluntad, con gran fuerza de amor le volvió a sí, y le dijo:
—¿Qué
es esto, Abindarráez? Parece que te has entristecido con mi alegría; yo te oigo
suspirar revolviendo el cuerpo a todas partes; pues si yo soy todo tu bien y
contentamiento, como me decías, ¿por quién suspiras? Y si no lo soy, ¿por qué
me engañaste? Si has hallado alguna falta en mi persona, pon los ojos en mi
voluntad, que basta para encubrir muchas; y si sirves otra dama, dime quién es
para que la sirva yo; y si tienes otro dolor secreto de que yo no soy ofendida,
dímelo, que o yo moriré o te libraré de él.
El
Abencerraje, corrido de lo que había hecho, y pareciéndole que no declararse
era ocasión de gran sospecha, con un apasionado suspiro, dijo:
—Señora
mía, si yo no os quisiera más que a mí, no hubiera hecho este sentimiento; porque
el pesar que conmigo traía sufríale con buen ánimo cuando iba por mí sólo; mas
ahora, que me obliga a apartarme de vos, no tengo fuerzas para sufrirle; y así
entenderéis que mis sospiros se causan más de sobra de lealtad que de falta de
ella; y porque no estéis más suspensa sin saber de qué, quiero deciros lo que
pasa.
Luego
le contó todo lo que había sucedido, y al cabo la dijo:
—De
suerte, señora, que vuestro cautivo lo es también del alcaide de Alora: yo no siento
la pena de la prisión, que vos enseñasteis mi corazón a sufrir; mas vivir sin vos
tendría por la misma muerte.
La
dama, con buen semblante, le dijo:
—No
te congojes, Abindarráez, que yo tomo el remedio de tu rescate a mi cargo; porque
a mí me cumple más; yo digo así, que cualquier caballero que diere la palabra
de volver a la prisión, cumplirá con enviar el rescate que se le puede pedir; y
para esto ponedle vos mismo el nombre que quisiereis, que yo tengo las llaves
de la riqueza de mi padre, y yo os las pondré en vuestro poder: enviad de todo
ello lo que os pareciere. Rodrigo de Narváez es buen caballero, y os dio una
vez libertad, y le fiaste este negocio, que le obliga ahora a usar de mayor virtud:
yo creo que se contentará con esto, pues teniéndoos en su poder ha de hacer lo mismo.
El
Abencerraje le respondió:
—Bien
parece, señora mía, que lo mucho que me queréis no os deja que me aconsejéis bien:
por cierto no caeré yo en tan gran yerro; porque, si cuando venía a verme con
vos, que iba por mí sólo, estaba obligado a cumplir mi palabra, ahora que soy
vuestro se me ha doblado la obligación. Yo Volveré a Alora y me pondré en las
manos del alcaide de ella, y tras hacer yo lo que debo, haga él lo que
quisiere.
—Pues
nunca Dios quiera—dijo Jarifa— que yendo vos a ser preso quede yo libre: pues
no lo soy yo, quiero acompañaros en esta jornada, que ni el amor que os tengo, ni
el miedo que he cobrado a mi padre de haberle ofendido, me consentirán hacer
otra cosa.
El
moro, llorando de contentamiento, la abrazó y le dijo:
—Siempre
vais, señora mía, acrecentándome las mercedes; hágase lo que vos quisierais,
que así lo quiero yo.
Y
con este acuerdo, aparejando lo necesario, otro día de mañana se partieron,
llevando la dama el rostro cubierto por no ser conocida.
Pues
yendo por su camino adelante hablando de diversas cosas, toparon un hombre viejo;
la dama le preguntó dónde iba, él la dijo:
—Voy
a Alora a negocios que tengo con el alcaide de ella, que es el más honrado y
virtuoso caballero que yo jamás vi.
Jarifa
se holgó mucho de oír esto, pareciéndole que pues todos hallaban tanta virtud en
este caballero, que también la hallarían ellos, que tan necesitados estaban de
ella. Y volviendo al caminante, le dijo:
—Decid,
hermano, ¿sabéis vos de ese caballero alguna cosa que haya hecho notable?
—Muchas
sé—dijo él—, mas contaros he una por donde entenderéis todas las demás. Este
caballero fué primero alcaide de Antequera, y allí anduvo mucho tiempo
enamorado de una dama muy hermosa, en cuyo servicio hizo mil gentilezas, que
son largas de contar; y aunque ella conocía el valor de este caballero, amaba a
su marido tanto, que hacía poco caso de él. Aconteció así, que un día de
verano, acabando de comer, ella y su marido se bajaron a una huerta que tenían
dentro de casa, y él llevaba un gavilán en la mano, y lanzándole a unos
pájaros, ellos huyeron, y fuéronse a acoger a una zarza; y el gavilán, como
astuto, tirando el cuerpo afuera, metió la mano y sacó y mató muchos de ellos.
El caballero le cebó y volvió a la dama, y la dijo:
—¿Qué
os parece, señora, de la astucia con que el gavilán encerró los pájaros y los
mató? Pues hágoos saber, que cuando el alcaide de Alora escaramuza con los
moros, así los sigue, y así los mata.
Ella,
fingiendo no le conocer, le preguntó quién era.
—Es
el más valiente y virtuoso caballero que yo hasta hoy vi. Y comenzó a hablar de
él muy altamente, tanto que a la dama le vino un cierto arrepentimiento, y
dijo:
—¡Pues
cómo, los hombres están enamorados de este caballero, y que no lo esté yo de él,
estándolo él de mí! Por cierto yo estaré bien disculpada de lo que por él hiciere,
pues mi marido me ha informado de su derecho.
Otro
día adelante se ofreció que el marido fue fuera de la ciudad, y no pudiendo la
dama sufrirse en sí, enviole a llamar con una criada suya. Rodrigo de Narváez
estuvo en poco de tornarse loco de placer aunque no dio crédito a ello,
acordándose de la aspereza con que siempre le había tratado; mas con todo eso,
a la hora concertada, muy a recaudo, fue a ver la dama que le estaba esperando en
un lugar secreto; y allí ella echó de ver el yerro que había hecho, y la
vergüenza que pasaba en requerir a aquel de quien tanto tiempo había sido
requerida. Pensaba también en la forma que descubre todas las cosas; temía la
inconstancia de los hombres, y la ofensa del marido; y todos estos
inconvenientes, como suelen, aprovecharon para vencerla más, y pasando por
todos ellos le recibió dulcemente y le metió en su cámara, donde pasaron muy
dulces palabras; y en fin de ellas, le dijo:
—Señor
Rodrigo de Narváez, yo soy vuestra de aquí adelante, sin que en mi poder quede
cosa que no lo sea; y esto no lo agradezcáis a mí; que todas vuestras pasiones
y diligencias, falsas o verdaderas, os aprovecharán poco conmigo; mas
agradecedlo a mi marido, que tales cosas me dijo de vos, que me han puesto en
el estado que ahora estoy.
Tras
esto le contó cuanto con su marido había pasado, y al cabo le dijo:
—Y
cierto, señor, vos debéis a mi marido más que él a vos.
Pudieron
tanto estas palabras con don Rodrigo de Narváez, que le causaron confusión y arrepentimiento
del mal que hacía a quien de él decía tantos bienes; y apartándose afuera, dijo:
—Por
cierto, señora, yo os quiero mucho y os querré de aquí adelante; mas nunca Dios
quiera que a hombre que tan aficionadamente ha hablado de mí, haga yo tan cruel
daño; antes de hoy más he de procurar la honra de vuestro marido, como la mía
propia, pues en ninguna cosa le puedo pagar mejor el bien que de mí dijo.
Y
sin aguardar más, se volvió por donde había venido. La dama debió de quedar
burlada; y cierto, señores, el caballero, a mi parecer, usó de gran virtud y valentía,
pues venció su misma voluntad.
El
Abencerraje y su dama quedaron admirados del cuento; y alabándole mucho, él dijo
que nunca mayor virtud había visto de hombre. Ella respondió:
—Por Dios, señor, yo no quisiera servidor tan
virtuoso; mas él debía estar poco enamorado, pues tan presto se salió afuera y pudo
más con él la honra del marido que la hermosura de la mujer.
Y
sobre esto dijo otras muy graciosas palabras. Luego, llegaron a la fortaleza, y
llamando a la puerta, fue abierta por los guardas, que ya tenían noticia de lo
pasado; y yendo un hombre corriendo a llamar al alcaide, le dijo:
—Señor,
en el castillo está el moro que venciste y trae consigo una gentil dama.
Al
alcaide le dio el corazón lo que podía ser, y bajó abajo. El Abencerraje,
tomando a su esposa de la mano, se fue a él y le dijo:
—Rodrigo
de Narváez, mira si te cumplo bien mi palabra, pues te prometí traer un preso y
te traigo dos, que el uno basta para vencer otros muchos; ves aquí mi señora; juzga
si he padecido con justa causa; recíbenos por tuyos, que yo fío mi señora y mi honra
de ti.
Rodrigo
de Narváez holgó mucho de verlos, y dijo a la dama:
—Yo
no sé cuál de vosotros debe más al otro, mas yo debo mucho a los dos. Entrad y
reposaréis en esta vuestra casa, y tenedla de aquí adelante por tal, pues lo es
su dueño.
Y
con esto se fueron a un aposento que les estaba aparejado, y de ahí a poco
comieron, porque venían cansados del camino. Y el alcaide preguntó al
Abencerraje:
—Señor,
¿qué tal venís de las heridas?
—Paréceme,
señor, que con el camino las traigo enconadas, y con algún dolor.
La
hermosa Jarifa, muy alterada, dijo:
—¿Qué
es esto, señor? ¿heridas tenéis vos de que yo no sepa?
—Señora,
quien escapó de las vuestras, en poco tendrá otras; verdad es que de la escaramuza de la otra
noche saqué dos pequeñas heridas, y el camino y no haberme curado me habrán
hecho algún daño.
—Bien
será—dijo el alcaide—que os acostéis y vendrá un cirujano que hay en el
castillo.
Luego
la hermosa Jarifa le comenzó a desnudar con grande alteración, y viniendo el maestro
y viéndole, dijo que no era nada, y con un ungüento que le puso le quitó el
dolor; y de ahí a tres días estuvo sano.
Un
día acaeció que acabando de comer, el Abencerraje, dijo estas palabras:
—Rodrigo
de Narváez: según eres discreto, en la manera de nuestra venida entenderás lo
demás: yo tengo esperanza que este negocio, que está tan dañado, se ha de
remediar por tus manos. Esta dueña es la hermosa Jarifa, de quien te hube dicho
es mi señora y mi esposa. No quiso quedar en Coín, de miedo de haber ofendido a
su padre; todavía se teme de este caso; bien sé que por tu virtud te ama el
rey, aunque eres cristiano; suplícote alcances de él que nos perdone su padre, por
haber hecho esto sin que él lo supiese, pues la fortuna lo trajo por este
camino.
El
alcaide les dijo:
—Consolaos,
que yo os prometo de hacer en ello cuanto pudiere.
Y
tomando tinta y papel escribió una carta al rey, que decía así:
Carta de Rodrigo
de Narvdez, alcaide de Alora, para el rey de Granada.
«Muy
alto y muy poderoso rey de Granada:
Rodrigo
de Narváez, alcaide de Alora, tu servidor, beso tus reales manos, y digo así: que
el Abencerraje Abindarráez el mozo, que nació en Granada y se crio en Cártama,
en poder del alcaide de ella, se enamoró de la hermosa Jarifa, su hija; después
tú, por hacer merced al alcaide, le pasaste a Coín; los enamorados, por
asegurarse, se desposaron entre sí, y llamado él por ausencia del padre, que
contigo tienes, yendo a su fortaleza, yo le encontré en el camino, y en cierta
escaramuza que con él tuve, en que se mostró muy valiente, le gané por mi
prisionero; y contándome su caso, apiadándome de él le hice libre por dos días.
El se fue a ver con su esposa, de suerte que en la jornada perdió la libertad y
ganó la amiga. Viendo ella que el Abencerraje volvía a mi prisión, se vino con
él, y así están ahora los dos en mi poder. Suplícote que no te ofenda el nombre
de Abencerraje, que yo sé que este y su padre fueron sin culpa en la conjuración
que contra tu real persona se hizo; y en testimonio de ello viven. Suplico a tu
real Alteza, que el remedio de estos tristes se reparta entre ti y mí: yo les
perdonaré el rescate y los soltaré graciosamente; sólo harás tú que el padre de
ella los perdone y reciba en su gracia; y en esto cumplirás con tu grandeza y
harás lo que de ella siempre esperé.»
Escrita
la carta, despachó un escudero con ella, que llegado ante el rey, se la dio: el
cual, sabiendo cuya era, se holgó mucho, que a este solo cristiano amaba por su
virtud y buenas maneras. Y como la leyó, volvió el rostro al alcaide de Coín,
que allí estaba, y llamándole aparte le dijo:
—Lee
esta carta, que es del alcaide de Alora.
Y
leyéndola recibió grande alteración. El rey le dijo:
—No
te congojes, aunque tengas por qué; sábete que ninguna cosa me pedirá alcaide de Alora que yo no lo
haga; y así te mando que vayas luego a Alora y te veas con él, y perdones tus
hijos, y los lleves a tu casa, que en pago de este servicio, a ellos y a ti haré
siempre merced.
El
moro lo sintió en el alma; mas viendo que no podía pasar el mandato del rey,
volvió de buen continente, y dijo que así lo haría como su Alteza lo mandaba; y
luego se partió a Alora, donde ya sabían del escudero todo lo que había pasado,
y fue de todos recibido con mucho regocijo y alegría. El Abencerraje y su hija
parecieron ante él con harta vergüenza y le besaron las manos. El los recibió
muy bien, y les dijo:
—No
se trata aquí de cosas pasadas; yo os perdono haberos casado sin mi voluntad, que
en lo demás, vos, hija, escogisteis mejor marido que yo os pudiera dar.
El
alcaide todos aquellos días les hacía muchas fiestas; y una noche, acabando de
cenar en un jardín, les dijo:
—Yo
tengo en tanto haber sido parte para que este negocio haya venido a tan buen estado,
que ninguna cosa me pudiera hacer
más
contento; y así digo, que sólo la honra de haberos tenido por mis prisioneros
quiero por rescate de la prisión. De hoy más, vos, señor Abindarráez, sois
libre de mí para hacer de vos lo que quisierais.
Ellos
le besaron las manos por la merced y bien que les hacía, y otro día por la
mañana partieron de la fortaleza, acompañándolos el alcaide parte del camino. Estando
ya en Coín gozando sosegada y seguramente el bien que tanto habían deseado, el
padre les dijo:
—Hijos;
ahora, que con mi voluntad sois señores de mi hacienda, es justo que mostréis el
agradecimiento que a Rodrigo de Narváez se debe por la buena obra que os hizo;
que por haber usado con vosotros de tanta gentileza no ha de perder su rescate:
antes le merece muy mayor; yo os quiero dar seis mil doblas zahenes;
enviádselas y tenedle de aquí adelante por amigo, aunque las leyes sean
diferentes. Abindarráez le besó las manos; y tomándolas, con cuatro muy
hermosos caballos y cuatro lanzas con los hierros y cuentos de oro, y otras
cuatro adargas, las envió al alcaide de Alora, y le escribió así:
Carta del Abencerraje Abindarráez al alcaide de
Alora.
«Si
piensas, Rodrigo de Narváez, que con darme libertad en tu castillo para venirme
al mío me dejaste libre, engáñastete; que cuando libertaste mi cuerpo prendiste
mi corazón. Las buenas obras prisiones son de los nobles corazones; y si tú por
alcanzar honra y fama acostumbras hacer bien a los que podrías destruir, yo,
por parecer a aquellos donde vengo, y no degenerar de la alta sangre de los Abencerrajes,
antes coger y meter en mis venas toda la que de ellos se vertió, estoy obligado
a agradecerlo y servirlo: recibirás en ese breve presente la voluntad de quien
le envía, que es muy grande, y de mi Jarifa otra tan limpia y leal, que me
contento yo de ella.»
El
alcaide tuvo en mucho la grandeza y curiosidad del presente, y recibiendo de él
los caballos, lanzas y adargas, escribió a Jarifa así:
Carta del alcaide de Alora a la hermosa Jarifa.
«Hermosa
Jarifa: No ha querido Abindarráez dejarme gozar el verdadero triunfo de su
prisión, que consiste en perdonar y hacer bien; y como a mí en esta tierra
nunca se me ofreció empresa tan generosa, ni tan digna de capitán español,
quisiera gozarla toda y labrar de ella una estatua para mi posteridad y descendencia.
Los caballos y armas recibo yo, para ayudarle a defender de sus enemigos; y si
en enviarme el oro se mostró caballero generoso, en recibirlo yo pareciera codicioso
mercader. Yo os sirvo con ello en pago de la merced que me hicisteis en
serviros de mí en mi castillo; y también, señora, yo no acostumbro a robar
damas, sino servirlas y honrarlas.»
Y
con esto les volvió a enviar las doblas. Jarifa las recibió y dijo:
—Quien
pensare vencer a Rodrigo de Narváez en armas y cortesía, pensará mal.
De
esta manera quedaron los unos de los otros muy satisfechos y contentos, y
trabados con estrecha amistad, que les duró toda la vida.
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