domingo, 18 de noviembre de 2012

CURIOSIDADES MEDIEVALES

               1º) Te presento, a continuación, la traducción de una moaxaja árabe, ya tardía, con su jarcha (según Lourdes Rensoli). Lo que pertenece a la nuestra literatura romance es, solamente, la jarcha, constituida por los últimos cuatro versos, que están destacados en cursiva.


MOAXAJA DE YUSUF
(CON SU JARCHA MOZÁRABE)


Esta noche, el secreto
de las estrellas, pesa en los sentidos
de la amante, y la invita
a susurrar su queja
al amigo que escucha
apoyado en la amable celosía:

Amo a Ysuf, el de los ojos negros,
de la rauda palabra,
de la sonrisa llena de promesas
y osadas sugerencias, tentaciones
que me hacen retirarme ruborosa
a mi balcón cerrado.

A ti, amigo,
que sabes recoger mi confidencia,
a ti te cuento todo:
Ysuf ha trastornado mis días y mis noches
pero ya no lo veo por mi calle.
Añoro sus cantares
y su gallardo andar.

Al escucharlo estallo
en una risa nueva, incontenible
como la dicha que el Creador ha dado
a bienaventurados y elegidos.
El me mira y sonríe
pero a poco se esfuma
sin contemplar mis lágrimas que brotan
cuando lo veo alejarse.

La gracia de Yusuf es tan preciosa
como mil bendiciones, su mirada
me hace temblar, y temo despojarme
del pudor que protege a la doncella
y lanzarme en sus brazos y decirle:
“¿Acaso no comprendes que te aguardo
y que te pertenezco?”

Amigo, me consumo
por lo que no recibo,
un beso de Yusuf sería mi muerte
y mi vida a la vez.
No sé cómo decirle con miradas
lo que callan mis labios,
pero Yusuf  ha huido de mi puerta.

Temo que este dolor devore mi alma
y acabe con mis días,
porque sé que Yusuf  teme mi encuentro
aunque ha puesto sus ojos muchas veces
en mi rostro y mi cuerpo tembloroso.

Quizás le han dicho que se perdería
si amara a una cristiana
de ojos azules y cabellos sueltos
que reciben el beso de la lluvia y el aire
y que lee los libros de los sabios.

Dile a Yusuf que el Creador nos hizo
semejantes a todos,
que su ley no conoce diferencias
entre pueblos y razas. Que el Profeta
aceptólos consejos de Khadija,
que no escuche quien llena su corazón de dudas,
que si ronda mi puerta nuevamente
la encontrará abierta.

Oh, Yusuf, mi señor,
está triste gacela padece por tus besos,
consuélala, acude a su llamada
o hazle al menos saber que no la olvidas.  

                 2º) En este segundo apartado te presento los facsímiles de las portadas de algunos manuscritos de las obras medievales, por si tienes curiosidad y quieres verlos:

               - Aquí tienes la portada del Cancionero de Ajuda, seguramente, una copia del siglo XIV. Este cancionero y el Cancionero de la Vaticana contienen la mayoría de las cantigas de amigo                      gallego-portuguesas conservadas. Los dos cancioneros reciben el nombre por el lugar donde se encuentran: en la biblioteca del Palacio de Ajuda, en Lisboa, y en la biblioteca del Vaticano.



                  - Dos folios de las Cantigas a Santa María, de Alfonso X el Sabio. También están en       gallego-portugués, la lengua de la poesía lírica en el siglo XIII en Castilla. 




                         - La portada y dos folios del manuscrito de Per Abat, del siglo XIV, en el que se conserva el Poema de Mío Cid, nuestro primer monumento literario, un cantar de gesta de los siglos XII o XIII, según sus principales críticos: Menéndez Pidal o Colin Smith.



                 - Los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, obra que pertenece al mester de clerecía del siglo XIII.


                 - El Libro de Buen Amor, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, que pertenece al Mester de Clerecía del siglo XIV.


                    -  La Estoria de España, primer proyecto historiográfico de los talleres alfonsíes (Alfonso X el Sabio) en la Escuela de Traductores de Toledo. Seguramente no sea un manuscrito de esa Escuela, sino otro posterior que lo copiaba.


          - La Grande e General Estoria, el segundo proyecto historiográfico del Rey Sabio, una vez superado el primer proyecto.

                  - Las portadas de las Siete partidas y de la Cuarta partida. Esta obra supuso un importante proyecto jurídico del Rey Sabio. Lo que se nos conserva, no obstante, puede ser posterior, y no lo salido de los talleres de la Escuela de Traductores de Toledo.


          - Y, por curiosidad, las Tablas alfonsíes, una obra de astrología a la que era muy aficionado el Rey.

             - Tres folios de El Conde Lucanor, del Infante don Juan Manuel, prosa del siglo XIV. No son los autógrafos originales, ya que estos se quemaron en el incendio del monasterio donde el escritor depositó el manuscrito de sus obras para su custodia.


                   - He aquí otra colección de cuentos medievales titulada Calila e Dimna, que es el título del primer cuento. Para que observes que la más famosa era la del Infante, pero que esa no era la única.


                    -  Por último, las portadas de la Gran conquista de Ultramar y del Libro del Caballero Zifar, del siglo XIV, consideradas nuestras primeras novelas, contribución a la literatura sobre las Cruzadas y a la literatura de caballerías.


                  3º) Algunas miniaturas medievales sacadas de los códices anteriores. Son ilustraciones grabadas en los códices medievales que tienen una gran belleza.

                      - Alfonso X el Sabio en la Escuela de Traductores de Toledo rodeado de sabios.


                   - El libro de los juegos (Libros de ajedrez, dados e tablas). Corresponde a un juego de astrología a que el Rey era muy aficionado.


                        -  Gonzalo de Berceo, miniatura sacada de los Chapiteles de Logroño.


                  4º) Por último te muestro los facsímiles de las primeras publicaciones de las obras medievales, hechas por el erudito neoclásico (siglo XVIII) y académico de la RAE Tomás Antonio Sánchez.

                 En primer lugar, llevas la nota bibliográfica, para que la conozcas entera. En ella se observa el título de la obra en que se publicaron; después, cómo esta obra pasó a ser un tomo de la BAE (Biblioteca de Autores Españoles), y cómo este proyecto académico se continúa hoy.

NOTA BIBLIOGRÁFICA

Colecciones facsímiles
Reproducción digital basada en Poetas castellanos anteriores al siglo XV, colección hecha por Tomás Antonio Sánchez, continuada por Pedro José Pidal y aumentada e ilustrada por Florencio Janer, Madrid, M. Rivadeneyra, 1864, pp. 137-144. (Biblioteca de Autores Españoles desde la formación del lenguaje hasta nuestros días; 58).

                          - Obras de Gonzalo de Berceo, poeta principal del mester de clerecía del siglo XIII.










                   -  Otras obras del mester de clerecía del siglo XIII




          - Obras del mester de clerecía del siglo XIV.




              -  Por último te añado algunos folios facsímiles de la publicación del Poema de Mío Cid hecha por D. Ramón Menéndez Pidal, el principal estudioso de nuestro primer monumento literario.






martes, 2 de octubre de 2012

Gustavo Adolfo Bécquer: Ojos verdes. Una leyenda medieval de amores fatales. Siglo XIX (Romanticismo)




Ojos verdes

           
            Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma. Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tales cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I

            -- Herido va el ciervo... herido va; no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... en cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero. ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los álamos; y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?

            Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res. Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

            --¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! -gritó Íñígo entonces-; estaba de Dios que había de marcharse.

            Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores. En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

            --¿Qué haces? -exclamó dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos-. ¿Qué haces, imbécil? ¡Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque! ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

            --Señor -murmuró Íñigo entre dientes-, es imposible pasar de este punto.

            --¡Imposible! ¿Y por qué?

            --Porque esa trocha -prosiguió el montero- conduce a la fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente, paga caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes; ¿cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa, pieza perdida.

            --¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí... las piernas le faltan, su carrera se acorta; déjame... déjame... suelta esa brida o te revuelco en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus!,
¡Relámpago!, ¡sus, caballo mío!, si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

            Caballo y jinete partieron como un huracán. Íñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados. El montero exclamó al final:

            --Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerle. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.

II

            --Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío; ¿qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

            Mientras Íñigo hablaba Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte. Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

            --Íñigo, tú que eres viejo; tú que conoces todas las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado por acaso una mujer que vive entre sus rocas?

            --¡Una mujer! -exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

            --Sí -dijo el joven-; es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero no es ya posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura, que al parecer sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.

            El montero, sin desplegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarle junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas prosiguió así:

            --Desde el día en que a pesar de tus funestas predicciones llegué a la fuente de los Álamos, y atravesando sus aguas recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad. Tú no conoces aquel sitio. Mira, la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae resbalándose gota a gota por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes, y susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las arenas, y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con risa, otras con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado sólo y febril sobre el peñasco, a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde. Todo es allí grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parecen que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre. Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña... muy extraña...; los ojos de una mujer. Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno, y cuyos cálices parecen esmeraldas... no sé: yo creí ver una mirada que se clavó en la mía; una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio. Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; la he hablado ya muchas veces, como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto... sí; porque los ojos de aquella mujer eran los que yo tenía clavados en la mente; unos ojos de un color imposible; unos ojos...

            -¡Verdes! -exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento. Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

            --¿La conoces?

            --¡Oh no! -dijo el montero.- ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas, tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro, por lo que más améis en la tierra, a no volver a la fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza, y expiaréis muriendo el delito de haber encenagado sus ondas.

            --¡Por lo que más amo!... -murmuró el joven con una triste sonrisa.

            --Sí -prosiguió el anciano-; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor que os ha visto nacer.

            --¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida, y todo el cariño que puedan atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Cómo podré yo dejar de buscarlos! -Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:

            --¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III

            --¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares, ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche, profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

            El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen. Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

            Ella era hermosa, hermosa y pálida, como una estatua de alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo, como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas, como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

            Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

            --¡No me respondes! -exclamó Fernando, al ver burlada su esperanza-; ¿querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

            --O un demonio... ¿Y si lo fuese?

            El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebató de amor:

            --Si lo fueses... te amaría... te amaría, como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más allá de ella.

            --Fernando -dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música-: yo te amo más aún que tú me amas; yo que desciendo hasta un mortal, siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas; incorpórea como ellas, fugaz y transparente, hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.

            Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuente desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

            --¿Ves, ves el límpido fondo de ese lago, ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales... y yo... yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio, y que no puede ofrecerte nadie... Ven, la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino... las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles, el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven... ven...

            La noche comenzaba a extender sus sombras, la luna rielaba en la superficie del lago, la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... “Ven... ven...”  Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. “Ven...” y la mujer misteriosa le llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso... un beso...

            Fernando dio un paso hacia ella... otro... y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve... y vaciló... y perdió pie, y calló al agua con un rumor sordo y lúgubre. Las aguas saltaron en chispas de luz, y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.

Gustavo Adolfo Bécquer

lunes, 24 de septiembre de 2012

Mariano José de Larra: Casarse pronto y mal. Un artículo de crítica de las costumbres españolas. Siglo XIX (Romanticismo)







CASARSE PRONTO Y MAL


Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi artículo de empeños y desempeños, tenía otro no hace mucho tiempo, que en esto suele venir a parar el tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana, la cual había recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es decir, que en casa se rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se paseaba las tardes de los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de Ramos, y andaba siempre señor padre, que entonces no se llamaba «papá», con la mano más besada que reliquia vieja, y registrando los rincones de la casa, temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las manos algún libro de los prohibidos, ni  menos aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud, enseñan desnudo el vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que la del día, sólo sabemos que vinieron los franceses, y como aquella buena o mala educación no estribaba en mi hermana en principios ciertos, sino en la rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo pasado, no fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado, no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos persuada que debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor? Aficionose mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni el vino vino: casose, y siguiendo en la famosa jornada de Vitoria la suerte del tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy hermosos y nunca bebía vino, emigró a Francia.

Excusado es decir que adoptó mi   hermana las ideas del siglo; pero como esta segunda educación tenía tan malos cimientos como la primera, y como quiera que esta débil humanidad nunca supo detenerse en el justo medio, pasó del Año Cristiano a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora por qué las dejaba que antes por qué las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar como convenía; que podría leer sin orden ni método cuanto libro le viniese a las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y del fanatismo, de las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social en que sólo los tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no necesitaba para mantenerse bueno; que «padre» y «madre» eran cosa de brutos, y que a «papá» y «mamá» se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a la que une a los padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán siempre los segundos de los primeros, y algunos soplamocos que darán siempre los primeros a los segundos): verdades todas que respeto tanto o más que las del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene su cara.

No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba Augusto, porque ya han caducado los nombres de nuestro calendario, salió despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este siglo.

Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano, presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que se le había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España con mi hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar; y trayéndonos entre otras cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en Francia de muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya  galleaba en las sociedades, y citaba, y se metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras escandalosas, y de los amores de Fulanito con la Menganita, y le pareció en resumidas cuentas cosa precisa para hombrear enamorarse.

Por su desgracia acertó a gustar a una joven, personita muy bien educada también, la cual es verdad que no sabía gobernar una casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella todos los días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su poco de aria de vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente copiadas de la Nueva Eloísa; y no hay más que decir sino que a los cuatro días se veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y escurrían su correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los criados, y por último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó al señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se llegaron a imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele muy mal decir, que estaban verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición a sus ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: Primera, que hay despreocupados por este estilo; y segunda, que somos nobles, lo que equivale a decir que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos no   han trabajado para comer. Conservaba mi hermana este apego a la nobleza, aunque no conservaba bienes; y esta es una de las razones porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si no se le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho los parientes y la nación entera? Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro, ni más dote que su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el boato de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el niño no tenía empleo, y dándosele un bledo de su nobleza, hubo aquello de decirle:

--Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?

--Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.

--¿Y con qué fin, caballerito?

--Para casarme con ella.

--Pero no tiene usted empleo ni carrera...

--Eso es cuenta mía.

--Sus padres de usted no consentirán...

--Sí, señor; usted no conoce a mis papás.

--Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba de que puede mantenerla, y el permiso de sus padres; pero en el ínterin, si usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...

--Entiendo.

--Me alegro, caballerito.

Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien decidido a romper por todos los inconvenientes.

Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con la mamá; pero diremos, en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de corresponder al mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija para escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirle las reflexiones acerca de la ninguna fortuna de su elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los papás tenían de sus amores y de su felicidad; concluyendo que en los matrimonios era lo primero el amor, y que en cuanto a comer, ni     eso hacía falta a los enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo.

Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia, también concluía que los Padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los padres: insistía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y educado, nada le debía, pues lo había hecho por una obligación imprescindible; y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él, sino por las razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de este jaez.

Pero insistieron también los padres, y después de haber intentado infructuosamente varios medios de seducción y rapto, no dudó nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en boga de sacar  a la niña por el vicario. Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya decididamente con su madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus cortos alimentos, y Elena depositada en poder de una potencia neutral; pero se entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en el día; de suerte que nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada noche. Por fin amaneció el día feliz; otorgose la demanda; un amigo prestó a mi sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal, estableciéronse en su casa, y nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron mientras duraron los pesos duros del amigo. Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la niña no sabía más que acariciar a  Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro no sabía más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta, y era indispensable buscar recursos.

Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, cosa más difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no poder llevar a su casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pasemos un velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la infeliz consorte gime luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa donde no hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua del mal humor como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua llama que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a la cual no ha mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue, en fin, el odio.

¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de honor mal entendido que bulle en el pecho de mi sobrino, y que le impide prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le impide precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo sobre el cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros la última.

En este miserable estado pasan tres años, y ya tres hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus juegos infantiles. Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo; su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad divertida  y graciosa, locuacidad insolente y cáustica; sus ojos brillantes se han marchitado, sus encantos están ajados, su talle perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus manos feas; ninguna amabilidad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es a los ojos de su esposa aquel hombre amable y seductor, flexible y condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin talento alguno, celoso y soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el amigo generoso de su esposo, que les presta dinero y les promete aun protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza en acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin, el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido se distrae con otra...!

¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera podido sostener, hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz esperanza de mejor suerte.

Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están solos.

--¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?

Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos! ¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se informa. Una joven de tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos. Pero le llevan mucha ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega: son las diez de la noche, corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro; llama; la voz que le responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los golpes; una persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que cae en la habitación; un chillido agudo le convence de que le han conocido; asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo, y el seductor cae revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja, sin reflexionar, de una altura de más de sesenta varas. El grito de la agonía le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale precipitado del teatro del crimen, y encerrándose, antes de que le sorprendan, en su habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su madre la carta siguiente:

Madre mía:

Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos, y si queréis hacerlos verdaderamente despreocupados, empezad por instruirlos... Que aprendan en el ejemplo de su padre  a respetar lo que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no les podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora. Que aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo. Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto cara pago mi falsa preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar. Adiós para siempre.

Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me privó para siempre de un sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí y a cuantos le rodean.

No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después de haber leído aquella carta, y llamándome para mostrármela, postrada en su lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.

«Hijo... despreocupación... boda... religión... infeliz...», son las palabras que vagan errantes sobre sus labios moribundos. Y esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido dar hoy a mis lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les tengo reservados.

El Pobrecito Hablador, n.º 7, 30 de noviembre de 1832.