CASARSE PRONTO Y MAL
Así como tengo aquel sobrino de quien he hablado en mi
artículo de empeños y desempeños, tenía otro no hace mucho tiempo, que en esto
suele venir a parar el tener hermanos. Éste era hijo de una mi hermana, la cual
había recibido aquella educación que se daba en España no hace ningún siglo: es
decir, que en casa se rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo,
se oía misa todos los días, se trabajaba los de labor, se paseaba las tardes de
los de guardar, se velaba hasta las diez, se estrenaba vestido el domingo de
Ramos, y andaba siempre señor padre, que entonces no se llamaba «papá», con la
mano más besada que reliquia vieja, y registrando los rincones de la casa,
temeroso de que las muchachas, ayudadas de su cuyo, hubiesen a las manos algún
libro de los prohibidos, ni menos
aquellas novelas que, como solía decir, a pretexto de inclinar a la virtud,
enseñan desnudo el vicio. No diremos que esta educación fuese mejor ni peor que
la del día, sólo sabemos que vinieron los franceses, y como aquella buena o
mala educación no estribaba en mi hermana en principios ciertos, sino en la
rutina y en la opresión doméstica de aquellos terribles padres del siglo
pasado, no fue necesaria mucha comunicación con algunos oficiales de la guardia
imperial para echar de ver que si aquel modo de vivir era sencillo y arreglado,
no era sin embargo el más divertido. ¿Qué motivo habrá, efectivamente, que nos
persuada que debemos en esta corta vida pasarlo mal, pudiendo pasarlo mejor?
Aficionose mi hermana de las costumbres francesas, y ya no fue el pan pan, ni
el vino vino: casose, y siguiendo en la famosa jornada de Vitoria la suerte del
tuerto Pepe Botellas, que tenía dos ojos muy hermosos y nunca bebía vino,
emigró a Francia.
Excusado es decir que adoptó mi hermana las ideas del siglo; pero como esta
segunda educación tenía tan malos cimientos como la primera, y como quiera que
esta débil humanidad nunca supo detenerse en el justo medio, pasó del Año Cristiano
a Pigault Lebrun, y se dejó de misas y devociones, sin saber más ahora por qué
las dejaba que antes por qué las tenía. Dijo que el muchacho se había de educar
como convenía; que podría leer sin orden ni método cuanto libro le viniese a
las manos, y qué sé yo qué más cosas decía de la ignorancia y del fanatismo, de
las luces y de la ilustración, añadiendo que la religión era un convenio social
en que sólo los tontos entraban de buena fe, y del cual el muchacho no
necesitaba para mantenerse bueno; que «padre» y «madre» eran cosa de brutos, y que
a «papá» y «mamá» se les debía tratar de tú, porque no hay amistad que iguale a
la que une a los padres con los hijos (salvo algunos secretos que guardarán
siempre los segundos de los primeros, y algunos soplamocos que darán siempre
los primeros a los segundos): verdades todas que respeto tanto o más que las
del siglo pasado, porque cada siglo tiene sus verdades, como cada hombre tiene
su cara.
No es necesario decir que el muchacho, que se llamaba
Augusto, porque ya han caducado los nombres de nuestro calendario, salió
despreocupado, puesto que la despreocupación es la primera preocupación de este
siglo.
Leyó, hacinó, confundió; fue superficial, vano,
presumido, orgulloso, terco, y no dejó de tomarse más rienda de la que se le
había dado. Murió, no sé a qué propósito, mi cuñado, y Augusto regresó a España
con mi hermana, toda aturdida de ver lo brutos que estamos por acá todavía los
que no hemos tenido como ella la dicha de emigrar; y trayéndonos entre otras
cosas noticias ciertas de cómo no había Dios, porque eso se sabe en Francia de
muy buena tinta. Por supuesto que no tenía el muchacho quince años y ya galleaba en las sociedades, y citaba, y se
metía en cuestiones, y era hablador y raciocinador como todo muchacho bien
educado; y fue el caso que oía hablar todos los días de aventuras escandalosas,
y de los amores de Fulanito con la
Menganita , y le pareció en resumidas cuentas cosa precisa
para hombrear enamorarse.
Por su desgracia acertó a gustar a una joven,
personita muy bien educada también, la cual es verdad que no sabía gobernar una
casa, pero se embaulaba en el cuerpo en sus ratos perdidos, que eran para ella
todos los días, una novela sentimental, con la más desatinada afición que en el
mundo jamás se ha visto; tocaba su poco de piano y cantaba su poco de aria de
vez en cuando, porque tenía una bonita voz de contralto. Hubo guiños y
apretones desesperados de pies y manos, y varias epístolas recíprocamente
copiadas de la Nueva
Eloísa ; y no hay más que decir sino que a los cuatro días se
veían los dos inocentes por la ventanilla de la puerta y escurrían su
correspondencia por las rendijas, sobornaban con el mejor fin del mundo a los
criados, y por último, un su amigo, que debía de quererle muy mal, presentó al
señorito en la casa. Para colmo de desgracia, él y ella, que habían dado
principio a sus amores porque no se dijese que vivían sin su trapillo, se
llegaron a imaginar primero, y a creer después a pies juntillas, como se suele
muy mal decir, que estaban verdadera y terriblemente enamorados. ¡Fatal
credulidad! Los parientes, que previeron en qué podía venir a parar aquella
inocente afición ya conocida, pusieron de su parte todos los esfuerzos para
cortar el mal, pero ya era tarde. Mi hermana, en medio de su despreocupación y
de sus luces, nunca había podido desprenderse del todo de cierta afición a sus
ejecutorias y blasones, porque hay que advertir dos cosas: Primera, que hay
despreocupados por este estilo; y segunda, que somos nobles, lo que equivale a
decir que desde la más remota antigüedad nuestros abuelos no han trabajado para comer. Conservaba mi
hermana este apego a la nobleza, aunque no conservaba bienes; y esta es una de
las razones porque estaba mi sobrinito destinado a morirse de hambre si no se
le hacía meter la cabeza en alguna parte, porque eso de que hubiera aprendido
un oficio, ¡oh!, ¿qué hubieran dicho los parientes y la nación entera?
Averiguose, pues, que no tenía la niña un origen tan preclaro, ni más dote que
su instrucción novelesca y sus duettos, fincas que no bastan para sostener el
boato de unas personas de su clase. Averiguó también la parte contraria que el
niño no tenía empleo, y dándosele un bledo de su nobleza, hubo aquello de
decirle:
--Caballerito, ¿con qué objeto entra usted en mi casa?
--Quiero a Elenita -respondió mi sobrino.
--¿Y con qué fin, caballerito?
--Para casarme con ella.
--Pero no tiene usted empleo ni carrera...
--Eso es cuenta mía.
--Sus padres de usted no consentirán...
--Sí, señor; usted no conoce a mis papás.
--Perfectamente; mi hija será de usted en cuanto me traiga una prueba
de que puede mantenerla, y el permiso de sus padres; pero en el ínterin, si
usted la quiere tanto, excuse por su mismo decoro sus visitas...
--Entiendo.
--Me alegro, caballerito.
Y quedó nuestro Orlando hecho una estatua, pero bien
decidido a romper por todos los inconvenientes.
Bien quisiéramos que nuestra pluma, mejor cortada, se
atreviese a trasladar al papel la escena de la niña con la mamá; pero diremos,
en suma, que hubo prohibición de salir y de asomarse al balcón, y de
corresponder al mancebo; a todo lo cual la malva respondió con cuatro
desvergüenzas acerca del libre albedrío y de la libertad de la hija para
escoger marido, y no fueron bastantes a disuadirle las reflexiones acerca de la
ninguna fortuna de su elegido: todo era para ella tiranía y envidia que los
papás tenían de sus amores y de su felicidad; concluyendo que en los
matrimonios era lo primero el amor, y que en cuanto a comer, ni eso
hacía falta a los enamorados, porque en ninguna novela se dice que coman las
Amandas y los Mortimers, ni nunca les habían de faltar unas sopas de ajo.
Poco más o menos fue la escena de Augusto con mi
hermana, porque aunque no sea legítima consecuencia, también concluía que los
Padres no deben tiranizar a los hijos, que los hijos no deben obedecer a los
padres: insistía en que era independiente; que en cuanto a haberle criado y
educado, nada le debía, pues lo había hecho por una obligación imprescindible;
y a lo del ser que le había dado, menos, pues no se lo había dado por él, sino
por las razones que dice nuestro Cadalso, entre otras lindezas sutilísimas de
este jaez.
Pero insistieron también los padres, y después de
haber intentado infructuosamente varios medios de seducción y rapto, no dudó
nuestro paladín, vista la obstinación de las familias, en recurrir al medio en
boga de sacar a la niña por el vicario.
Púsose el plan en ejecución, y a los quince días mi sobrino había reñido ya
decididamente con su madre; había sido arrojado de su casa, privado de sus
cortos alimentos, y Elena depositada en poder de una potencia neutral; pero se
entiende, de esta especie de neutralidad que se usa en el día; de suerte que
nuestra Angélica y Medoro se veían más cada día, y se amaban más cada noche.
Por fin amaneció el día feliz; otorgose la demanda; un amigo prestó a mi
sobrino algún dinero, uniéronse con el lazo conyugal, estableciéronse en su
casa, y nunca hubo felicidad igual a la que aquellos buenos hijos disfrutaron
mientras duraron los pesos duros del amigo. Pero ¡oh, dolor!, pasó un mes y la
niña no sabía más que acariciar a
Medoro, cantarle una aria, ir al teatro y bailar una mazurca; y Medoro
no sabía más que disputar. Ello sin embargo, el amor no alimenta, y era indispensable
buscar recursos.
Mi sobrino salía de mañana a buscar dinero, cosa más
difícil de encontrar de lo que parece, y la vergüenza de no poder llevar a su
casa con qué dar de comer a su mujer, le detenía hasta la noche. Pasemos un
velo sobre las escenas horribles de tan amarga posición. Mientras que Augusto
pasa el día lejos de ella en sufrir humillaciones, la infeliz consorte gime
luchando entre los celos y la rabia. Todavía se quieren; pero en casa donde no
hay harina todo es mohína; las más inocentes expresiones se interpretan en la lengua
del mal humor como ofensas mortales; el amor propio ofendido es el más seguro
antídoto del amor, y las injurias acaban de apagar un resto de la antigua llama
que amortiguada en ambos corazones ardía; se suceden unos a otros los
reproches; y el infeliz Augusto insulta a la mujer que le ha sacrificado su
familia y su suerte, echándole en cara aquella desobediencia a la cual no ha
mucho tiempo él mismo la inducía; a los continuos reproches se sigue, en fin,
el odio.
¡Oh, si hubiera quedado aquí el mal! Pero un resto de
honor mal entendido que bulle en el pecho de mi sobrino, y que le impide
prestarse para sustentar a su familia a ocupaciones groseras, no le impide
precipitarse en el juego, y en todos los vicios y bajezas, en todos los
peligros que son su consecuencia. Corramos de nuevo, corramos un velo sobre el
cuadro a que dio la locura la primera pincelada, y apresurémonos a dar nosotros
la última.
En este miserable estado pasan tres años, y ya tres
hijos más rollizos que sus padres alborotan la casa con sus juegos infantiles.
Ya el himeneo y las privaciones han roto la venda que ofuscaba la vista de los
infelices: aquella amabilidad de Elena es coquetería a los ojos de su esposo;
su noble orgullo, insufrible altanería; su garrulidad divertida y graciosa, locuacidad insolente y cáustica;
sus ojos brillantes se han marchitado, sus encantos están ajados, su talle
perdió sus esbeltas formas, y ahora conoce que sus pies son grandes y sus manos
feas; ninguna amabilidad, pues, para ella, ninguna consideración. Augusto no es
a los ojos de su esposa aquel hombre amable y seductor, flexible y
condescendiente; es un holgazán, un hombre sin ninguna habilidad, sin talento
alguno, celoso y soberbio, déspota y no marido... en fin, ¡cuánto más vale el
amigo generoso de su esposo, que les presta dinero y les promete aun
protección! ¡Qué movimiento en él! ¡Qué actividad! ¡Qué heroísmo! ¡Qué
amabilidad! ¡Qué adivinar los pensamientos y prevenir los deseos! ¡Qué no
permitir que ella trabaje en labores groseras! ¡Qué asiduidad y qué delicadeza
en acompañarla los días enteros que Augusto la deja sola! ¡Qué interés, en fin,
el que se toma cuando le descubre, por su bien, que su marido se distrae con
otra...!
¡Oh poder de la calumnia y de la miseria! Aquella
mujer que, si hubiera escogido un compañero que la hubiera podido sostener,
hubiera sido acaso una Lucrecia, sucumbe por fin a la seducción y a la falaz
esperanza de mejor suerte.
Una noche vuelve mi sobrino a su casa; sus hijos están
solos.
--¿Y mi mujer? ¿Y sus ropas?
Corre a casa de su amigo. ¿No está en Madrid? ¡Cielos!
¡Qué rayo de luz! ¿Será posible? Vuela a la policía, se informa. Una joven de
tales y tales señas con un supuesto hermano han salido en la diligencia para
Cádiz. Reúne mi sobrino sus pocos muebles, los vende, toma un asiento en el
primer carruaje y hétele persiguiendo a los fugitivos. Pero le llevan mucha
ventaja y no es posible alcanzarlos hasta el mismo Cádiz. Llega: son las diez
de la noche, corre a la fonda que le indican, pregunta, sube precipitadamente
la escalera, le señalan un cuarto cerrado por dentro; llama; la voz que le
responde le es harto conocida y resuena en su corazón; redobla los golpes; una
persona desnuda levanta el pestillo. Augusto ya no es un hombre, es un rayo que
cae en la habitación; un chillido agudo le convence de que le han conocido;
asesta una pistola, de dos que trae, al seno de su amigo, y el seductor cae
revolcándose en su sangre; persigue a su miserable esposa, pero una ventana
inmediata se abre y la adúltera, poseída del terror y de la culpa, se arroja,
sin reflexionar, de una altura de más de sesenta varas. El grito de la agonía
le anuncia su última desgracia y la venganza más completa; sale precipitado del
teatro del crimen, y encerrándose, antes de que le sorprendan, en su
habitación, coge aceleradamente la pluma y apenas tiene tiempo para dictar a su
madre la carta siguiente:
Madre mía:
Dentro de media hora no existiré; cuidad de mis hijos,
y si queréis hacerlos verdaderamente despreocupados, empezad por instruirlos...
Que aprendan en el ejemplo de su padre a
respetar lo que es peligroso despreciar sin tener antes más sabiduría. Si no
les podéis dar otra cosa mejor, no les quitéis una religión consoladora. Que
aprendan a domar sus pasiones y a respetar a aquellos a quienes lo deben todo.
Perdonadme mis faltas: harto castigado estoy con mi deshonra y mi crimen; harto
cara pago mi falsa preocupación. Perdonadme las lágrimas que os hago derramar.
Adiós para siempre.
Acabada esta carta, se oyó otra detonación que resonó
en toda la fonda, y la catástrofe que le sucedió me privó para siempre de un
sobrino, que, con el más bello corazón, se ha hecho desgraciado a sí y a
cuantos le rodean.
No hace dos horas que mi desgraciada hermana, después
de haber leído aquella carta, y llamándome para mostrármela, postrada en su
lecho, y entregada al más funesto delirio, ha sido desahuciada por los médicos.
«Hijo... despreocupación... boda... religión...
infeliz...», son las palabras que vagan errantes sobre sus labios moribundos. Y
esta funesta impresión, que domina en mis sentidos tristemente, me ha impedido
dar hoy a mis lectores otros artículos más joviales que para mejor ocasión les
tengo reservados.
El Pobrecito Hablador, n.º 7, 30 de noviembre de 1832.
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